Otoño es en Perú.
En París, primavera. No obstante, Vallejo siente el tiempo de Perú y su piel
registra las voces del frío que empiezan a cantar cuando el alba ya da su
primera luz por la ventana peruana. Pero él sigue acostado en París, enredado
entre una sábana que cada día le parece más miserable, más calata: la risa del
frío le da una cachetada y tiembla y los ojos no quieren abrirse... Los minutos
no gatean, ni caminan, y cuando salen de su noche ni siquiera se persignan, solo corren y corren y
corren, a cada paso más rápido y ya es tarde para abrir los ojos, ya es tarde
para atender la vida, estás afuera… Cesa el clamor de regresar a su país natal.
“César Vallejo ha muerto”… Indiquemos, mejor, que ha resucitado, o citando a la
realidad: nunca ha muerto. “Cuando alguien se va, alguien queda”. No sólo por
sus palabras que reemplazaron a las semillas, sino por toda la acción
sacrificada que desvistió su alma hasta dejarla, y que convive aún con
nosotros:
más vivo que nosotros mismos.
Su nombre lleva impregnado el olor peruano y el dolor mundial de
los maltratados por el Estado, la injusticia, aquellos que visten prendas de
tachuelas en el trabajo para vivir o ,como es usual decir, sobrevivir.
De la mano de la miseria, el hambre, la techumbre de su casa tapizada por la
noche y la cama de lágrimas, vio el fulgor un 16 de marzo hace 116 años, en
Santiago de Chuco, y sintetizó “Yo nací un día que Dios estuvo enfermo, grave”,
siendo el último retoño de los ya doce hijos. Su vida misma constituyó el
embrión de su razón por la cual cristalizó en sí aquella manera genuina y
espléndida de martillar su sentimiento en cada madero de sus palabras,
irradiada en renglones eternos de queja y dolor humanos, pues “hay golpes tan
fuertes en la vida”, y sí que los supo. Su hermano Miguel y su madre se
murieron (“Dios mío, tú no tienes Marías que se van”) cuando aún llovía sobre
su piel el ornamento de la juventud. Injustamente encarcelado por 112 días
escribe Escalas melagrofiadas y la mayor fracción de su excelso poemario
Trilce, título del que aún hoy se trata de saber su exacto significado.
Ha dejado sus letras empapadas en todo recoveco: poemas, ensayos, cuentos,
novelas, teatros, crónicas… Su obra, diluvial y ostentosa: un lienzo divino de
dolor, rebeldía, color claroscuro, pinta que sea uno de los escritores que
comande el pináculo del S. XX. De suntuoso bocado en sus versos y de un glamour
perenne en el sufrir, la vida y sus derroteros poblados de féretros, Vallejo ha
sido, es y seguirá siendo un ícono en la poesía, junto con otros
extraterrestres de la lírica y por ello es estudiado en las páginas
universales.
Los aplausos se propagan, se encienden desde los corazones hasta aquel verso que Georgette clavó en su lápida (“He nevado tanto para que durmieras”) y Vallejo siente que vive otra vez. Y, desde luego, vivirá siempre: su poesía es eterna.
2 comentarios:
Bien dicho!... Vallejo siempre vivirá.
VaLlEjO*
sIEmpRe*INmoRtAL*
cAsi*CoMo*
EL*BUen*MAn*Ray* :
"UnCoNCeRneD*
bUt*
nOt*
InDiFfErEnT"*
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