viernes, 30 de abril de 2010

Nunca creí que la muerte fuera tan dura y rápida, y mucho menos presumí que al igual que la vida, la muerte también continúa, prolonga su existencia: florece. Escarba océanos en el alma y, en realidad, jamás muere. La muerte vive, y su existencia duele más que los sufrimientos cotidianos.

mayo 2009
AZAÑA ORTEGA

viernes, 23 de abril de 2010

viernes, 16 de abril de 2010

Vallejo en el corazón

Ayer 15 de abril se volvió a morir César Vallejo. Digamos que se ha muerto 70 veces. Y digamos también que está más vivo que algunos de sus colegas que se reeditan cada año y que se suicidaron de un sueldazo en la sien en plena hacienda pública.

Vallejo es un poeta que pocos han leído, que muy pocos han entendido y que todos aplauden porque eso es lo correcto y porque, además, se le recuerda en su fase de modernista hablando de los heraldos negros que nos manda la muerte.

Pero ese no es el Vallejo que fue reivindicado póstumamente. El Vallejo que fue reconocido cuando ya era tarde es el que hizo sufrir y sufrió en los Poemas Humanos y el que ardió de cólera y lloró como un niño en los poemas dedicados a España. También es el Vallejo experimentoso y sentimental de “Trilce”, escrito para desafiar lo chocanesco –con todo lo que eso puede significar–.

Lo más genial de Vallejo es su relación con el idioma. No exagero si digo que con él las palabras conocen sentidos distintos y los sentidos se expresan con palabras nuevas. Vallejo amaba el idioma español pero, al mismo tiempo, lo galopaba sin piedad, lo extenuaba en aventuras descubridoras. Vallejo no se cansa de navegar corriente arriba y de fundar nuevas comarcas de las que huye tan pronto lo aburren. Vallejo es un mujeriego del idioma. Y por eso es tan intratable para muchos traductores.

“Han matado, a la vez, a Pedro, a Rojas…” dice para confirmarnos que la crueldad de la guerra se lleva al padre y al marido pero también al luchador que es parte del nosotros. Y como para Vallejo la muerte siempre es “lacónico suceso”, añade:
“Lo han matado suavemente
entre el cabello de su mujer, la Juana Vásquez,
a la hora del fuego, al año del balazo,
y cuando andaba cerca ya de todo”.

Como saben los lectores de Vallejo, este Pedro Rojas guerrillero y antifranquista termina resucitando laicamente, como aquel otro combatiente del archiconocido poema “Masa”. Porque Vallejo resucita a quien no debe morir y, como no cree demasiado en Dios, acude al poder popular y a la voluntad del herido tumulto para lograrlo. Por eso es que Rojas, levantado entre los muertos, vuelve a escribir con el dedo en el aire “¡Viban los compañeros! Pedro Rojas”.

Nadie había hecho bodas tan notables de la rabia y la ternura. Nadie había ensayado tan radicalmente con las palabras ni con la emoción. Hay veces en que Vallejo parece tener más ojos, más oídos, más nervios y más capacidad de ser solidario que el más sensible de sus prójimos. Bueno, eso se llama, abreviadamente, genialidad.

“Ahí pasa la muerte por ¬Irún:
sus pasos de acordeón, su palabrota,
su metro del tejido que te dije…
¡Llamadla! Hay que seguirla
hasta el pie de los tanques enemigos,
que la muerte es un ser sido a la fuerza,
cuyo principio y fin llevo grabados
a la cabeza de mis ilusiones,
por mucho que ella corra el peligro corriente
que tú sabes
y que haga como que hace que me ignora”.

La muerte no lo ignoró aquel abril de 1938, a los 46 años de su edad. Vengativa, lo visitó en la cama modesta de aquella clínica del boulevard Arago, donde vivió los últimos tramos de ese matrimonio que yo siempre he imaginado como espantoso. Su viuda contaría, años después, que Vallejo se murió sin diagnóstico y así se hizo notar en el certificado de defunción. Gerardo Diego, a quien madame Vallejo odió siempre, ha descrito la hambruna que se sufría en esa casa.

El Perú oficial despreció a Vallejo. Clemente Palma, el crítico literario más importante de la Lima que Vallejo merodeó sin demasiadas ganas, se burló del poeta y vaticinó su defunción literaria. También estuvo lo del incendio en el norte, un capítulo que acaba de recordar notablemente Eduardo González Viaña. Es cierto que José Carlos Mariátegui vislumbró al genio, pero la voz del fundador del socialismo peruano no era en ese momento tan importante como lo fue cuando la historia lo puso en la cumbre que le correspondía. También es cierto que Antenor Orrego lo estimó humana y literariamente y que, a raíz de su muerte, un joven José María Arguedas escribió, con el seudónimo de Pedro Tierra, un emocionado artículo vallejiano aparecido en la revista “Hoz y martillo”. Pero el Perú oficial –es decir, la derecha que no lee y el pueblo que le sirve agachadamente– le dio la espalda.

El asunto es que Vallejo se fue a Europa con el ánimo de no volver a este país erizado de Palmas. Y la verdad es que se murió en la miseria. Y también es verdad que sin la campaña de André Coyné, el francés a quien también le debemos el descubrimiento de César Moro, Vallejo no habría sido admitido, veinte años después de su muerte, en la comunidad literaria de Lima. Claro que después de Coyné se puso de moda decir que Vallejo “era el más grande”. Y lo era, pero no porque lo dijeran en Lima. Porque a Vallejo lo amaron y lo elogiaron, en Europa, Pablo Neruda, Louis Aragon, André Malraux. “Tenías algo de mina, de socavón lunar, algo terrenalmente profundo” le escribió Neruda en agosto de 1938. Y el español Andrés Iduarte estampó en la revista “Hora de España” estas palabras que no cesarán de ser ciertísimas: “Le faltaba (a Vallejo) toda condición para eso que llaman ‘el éxito’. No admitió ser poeta bufón de poderosos, ni secretario de imbéciles, ni traspunte de badulaques… Vivió en la amargura y en la pobreza, pero sin rencor ni resentimiento… La muerte de Vallejo la produjo, sencillamente, el hambre a que lo condenó su nobleza…”.

Que estas líneas sirvan para desenmascarar al viejo país falsamente aristocrático que maltrató a Vallejo y que, años más tarde –“muerto el combatiente”– le dedica discursos y homenajes. Y que sirvan quizás para recordarles a algunos a qué frivolidad de membretes que elevan socialmente y a qué poquedad de premios que “consagran” se ha reducido, en muchos sentidos, el quehacer de los que escriben amando la deriva de los acomodos. Quizás para ellos Vallejo escribió esto:
“Vanse de su piel, rascándose el sarcófago en que nacen
y suben por su muerte de hora en hora
y caen, a lo largo de su alfabeto gélido,
hasta el suelo”.

Por César Hildebrandt, publicado el 2008 en el diario La Primera.

domingo, 11 de abril de 2010

Sobre el sabio


La sensatez es suficiente para socorrer a una persona
Platón, Protágoras


Llevé el desayuno a mi dormitorio y acompañado de Francis Bacon, lo digerí cómodamente. Un primer ensayo hablaba sobre la buena elección del acompañante que ha de tener el príncipe, daba las características del ambicioso que le serviría: que siempre esté adelante y nunca retroceda. El segundo, que me pareció mejor, sobre los beneficios que trae el estudiar. Diferenciaba tres clases, los que estudian por placer, los que lo hacen por tener tema de plática y los que lo forjan con afán erudito. El exceso en los primeros lo denomina pereza, al de los segundos afectación, y al grupo tercero propio de un carácter docto. A los astutos les importa un bledo el estudio; las personas común y corriente, «los simples», lo miran con admiración; en cambio los sabios hacen uso del estudio, lo observan, lo toman, lo mastican, lo transforman. Recordé algunas líneas de Ribeyro (sospecho que de aquí se influenció, también sospecho que yerro en mi sospecha) donde mencionaba la diferencia entre el erudito y el culto, el primero estudia y va almacenándose de conocimiento, lo apila y ante cualquier situación repite como un loro lo aprendido, el segundo tiene características símiles al sabio que mencionó Bacon.

Bacon y Ribeyro, con estas cualidades, indirectamente se autodenominan sabios. También pudieron haber dado otras cualidades de sabio, por ejemplo, no lo es quien lee, sino el que no habiendo leído conoce lo que está en los libros; quien se percata de que los cambios hechos por los hombres, en lugar de mejorar la naturaleza, la empeora, ante aquella certeza y sabiendo que dejará este mundo así no haga nada, se observa así mismo y observa a otros mientras come y se rasca la panza; quien vive en la constante meditación de la acción; el que no guarda pan para mayo, no porque piense que se puede morir en cualquier momento (lo cual lo sabe, solo que no lo piensa), sino porque prefiere vivir en la eternidad que le da el presente... En fin, el verdadero sabio no se alimenta de libros, ni hace libros, mucho menos hace una definición sobre sí mismo.

julio 2009


AZAÑA ORTEGA

domingo, 4 de abril de 2010

Llevé todos los caminos a mi hombro olvidando la plegaria lastimera de mi rodilla. Creo que la parsimonia con la que caminé determinó que mi desgarrado menisco no molestara. Y en esa parsimonia pude observar que, de jóvenes, podemos darnos tal lujo; más tarde es difícil: las responsabilidades desembocan el paso rápido, no se puede perder el tiempo con tanta facilidad. En la edad longeva es mayor la conciencia de finitud pero ya poco se puede hacer más que tratar de pasar una vida jubilosa: o leyendo o paseando o escuchando radio o mirando televisión o renegando…; en la edad adulta todavía las fuerzas dirigen el alma para cumplir con las responsabilidades: trabajar seis días, descansar uno, trabajar, descansar, trabajar, descansar... con tal de cumplir consigo mismo o con la familia; en la edad joven (sin hijo), sobre todo si se vive con manutención, se puede pasar horas recorriendo las calles con la única distracción de ver la actitud de los transeúntes limeños de esta desgastada época: Lima ha dejado de caminar con el corazón, ahora marcha con reloj y cartapacios.

septiembre 09
AZAÑA ORTEGA

viernes, 2 de abril de 2010

-lo peor no es morir, 
lo peor es no haber vivido-

mayo 2009
moisés AZAÑA ORTEGA