viernes, 27 de febrero de 2009

Alias la Gringa o La película que nunca te contó

Duda en contarte que ha visto Alias la Gringa, película peruana de Alberto Durant sobre un reo experto en las fugas. Primera imagen: la Gringa, escapándose del Penal, se lanza de una muralla; el Loco lo espera jadeante, sudoroso. Tres vigías con polos blancos y gorras circulan con lámparas y perros aplastando los desperdicios que el día ha dejado amontonado en la vía pública. En plena noche un punto lejano de luz quiebra la visión, cierto sonido monótono crece: un tren se aproxima. Continúan escondidos los prófugos apoyados por la bruma y el muro. Segundos se eternizan hasta que por el ferrocarril pasa la luz que ha crecido, la Gringa corre tras el tren; los centinelas, alarmados, se percatan: balas y balas y balas, confluyen ladridos y gritos de animales racionales y no racionales, el tren confunde y agranda la bulla, los disparos se trenzan con el sonido metálico del ferroviario. La Gringa se sube al tren, fuga.

Piensa si contártelo o no, podría no interesarte, imagina, aunque sabe —según tú le has dicho— que te agrada cuando él te escribe. Deja el lapicero, va a la tienda, compra una galleta San Jorge y un agua mineral San Mateo (ya que no va a la Iglesia, se comerá y beberá a los santos convertidos en productos de lucro); regresa y continúa sin saber qué escribir. Coloridas imágenes del filme aún le gobiernan, exportarlas a las hojas sería buen modo de perpetuarlas en sus carcomidas sienes. «…debió salir en los periódicos, esa fuga fue como para primera plana, si no hubiese sido por el cochasumadre del Loco Luna», habla con mirada vacía mientras acaricia la pierna de Julia echada en la cama, cierra los ojos: «Hijo de puta González, conchesumadre, ya te jodiste, te jodiste, hijos de mierda», grita el Loco —arma de fuego en dirección al seso del guardia—, pero, antes de que dispare, la Gringa le regresa agarrándole del hombro para que el Loco no presione el gatillo y frustre la fuga, los disparos igual salen aunque desviados. «Tranquilo, con el tren nos vamos», trata de calmar al Loco Luna. «¡Hijo de perra, la cagaste!», reniega el Loco. «Vámonos Loco, no la embarres más». «Conchatumadre, el que la está embarrando eres tú… González, González!, ¡mira!», grita Luna enseñándole el revólver, acto seguido dispara.

—¡Al tren Loco, ahora o nunca!

Y agachado —ojos en el suelo, jorobado, como si buscase dinero— marcha pero sin correr, trota sobre el suelo de piedras y tierra y va acelerando la velocidad. Atrás, el Loco viene, sigue las huellas pero gira y dispara a los guardias y el tren continúa por la línea ferroviaria con la luz y su claxon monocorde y chillón van creciendo, y los perros ladran y ladran y continúan los disparos y prorrumpen chispas en el tren al hundir las balas. Y de pronto una bala en el hombro del Loco, se desploma Luna, herido, grita: «Te jodiste conmigo Gringa, te jodiste». La Gringa ya subió al tren, no era la primera vez que fugaba.

Jorge Venegas alias la Gringa mantiene una relación amorosa con Julia quien hace lo imposible para que él salga de la prisión legalmente, no obstante, impaciente no puede con su genio, se escapa de uno y otro Penal. Deja de acariciar los muslos de Julia, alarmado, se pone de pie al sentir que la puerta de madera que cerraron con llave recibe golpes hasta que cae, no le queda duda: vienen por él. Rápido se viste el pantalón, entran los policías: «Te jodiste, Gringa».

Lo llevan a la cárcel del Frontón ubicada en una isla, allí conoce a Montes el primer día.

— «Martha, Martha, tus caricias, tus delicias», canta Montes.

—«Julia, Julia, tus caricias, tus delicias», remeda la Gringa, cambiando el nombre. Aunque en ese momento no se ven la cara, inician una amistad que el tiempo —destructor y hacedor de todo y todos— encerrados en ese hervidero de chuzos y cuchillos. Montes es profesor de Lingüística en San Marcos, injustamente encerrado como preso político; lo confundieron, pensaron que era un terrorista por solo encontrarlo leyendo una propaganda de Sendero Luminoso. Le gusta la ópera y la canta, tiene una radio donde la escucha para distraerse y esquivar la deprimente e inhumana realidad en la que está obligado a sobrevivir hasta que algún día —quizá remota, cercana o utópica—, le llegue la amnistía que tanto reclama cada vez que puede. Amnistía que parece cerca, amnistía que se aleja, amnistía que le tuerce de cólera, que le impacienta, que nunca llega, que en lugar de crear una esperanza, la mata.

En el Penal la Gringa se reencuentra con el Viejo, amigo de antaño, homosexual, decente, leal, quien produce bolsas de paja para ganarse algo para la paila, el derecho a no estar ausente. Tiene más años en prisión que el Profesor (Montes) y ya no cree en amnistías, también esperó durante años en vano y ahora solo espera cumplir su condena. Está cansado, ahora vive con la certeza que acompaña a los desahuciados. Para siempre allí entre rejas, entre reos, entre lamentos bajo el sol del Frontón.

Quisiera decirte todo esto, pero solo lo piensa, no quiere hacer un resumen de la película, sería mejor, reflexiona, que la veas. Para qué contarte: cuando alguien cuenta una historia de la historia deja de ser en sí la historia, se convierte en una representación, en una copia, en una imagen falsa. No obstante, él casi está convencido de que no vas a conseguir este film, además el que ha visto no es nítido, cree entonces que no sería un error contártelo, pero no como un resumen, sino con fragmentos, imágenes que flotan en su cabeza. Comenzar contarte el film así de repente… Duda, no se pone de acuerdo, sale al balcón a tomar aire, la calle sin ganas tiene el color de noviembre, ebrio, pálido, en espera de que sea enero, febrero. Se pregunta si entre Julia del cineasta Durant y la tía Julia del escritor Vargas Llosa hay alguna semejanza, y por qué no, pero le da flojera enumerarlas. Recuerda que nunca en su vida a conocido a ninguna Julia, menos mal, se dice: qué feo nombre. Cuando está ensimismado en esos pensamientos, tocan el timbre.

—¿Se encuentra Julia?

—¿Julia? —aquí no vive ninguna Julia, se ha equivocado, señor, piensa decir, pero…—: ¿La del cineasta o del escritor?

El señor de gorra amarilla con cuaderno en mano, le mira extraño, como si le dijera no busco a ninguna de ellas, busco a la de la vida real. Regresa a su habitación sobresaltado y alegre a contarte esa anécdota, la película puede esperar, te la puede contar otro día.

noviembre de 2008

Moisés Azaña Ortega