domingo, 23 de octubre de 2011

El exilio del estiércol


Hemos llegado acá sin entender el camino.
Hemos pisado de todo
y ahora vamos pisándonos a nosotros mismos.

Es octubre por la noche y me pregunto cómo retomar algo que ya asumía muerto. Cómo tender los lazos a un camino que ya creía cerrado y del cual sólo esperaba que la nieve o el polvo de los años empezara a desdibujarlo.

En estos últimos tiempos no he hecho gran cosa, ni siquiera he hecho algo. He intentado vivir bien, simplemente, y me he dado cuenta de lo poco que he vivido. Y como si vivir fuese alejarme de mí o centrarme en lo más hondo, he vuelto a caer de cabeza hacia el mismo punto para (re)empezar de nuevo. Todos los días, todas las noches porque realmente nunca empiezo.

Hoy, por ejemplo, he vuelto a empezar. El camino recorrido —que pensé recorrido— no ha sido más que tiempo acumulado. No hay ningún camino recorrido. Nunca he andado. He permanecido de pie. Quizá en la espera de que una fuerza ajena me empuje (hacia adelante o hacia atrás). Así, he asistido a los días con puntual impuntualidad, acumulando observaciones, creyendo que las caídas y los errores me enseñaban algo. En realidad, lo único que hacía era engañarme. Y casi siempre, después, desengañarme. Un juego iluso que me permitía convivir con los días, mas no con las noches que llegaban insolentes.

No hay nada más triste que saberse inútil ni nada más tonto que aceptarlo. Y no aceptarlo quizá sea más insensato. Porque es mejor abandonarlo todo y asumir el reto de no caminar, quedarse plantado allí bajo el sol, bajo la lluvia, bajo los zapatos y empezar a pisarse sin ninguna piedad, minuto a minuto, una y otra vez, hasta quedar sin vida. Y al menos así imaginar recuperada la dignidad que obtienen lo muertos. Al menos así conquistar la libertad de los encadenados.

Si hemos dejado (abandonado) el mar
no ha sido por necesidad ni por entusiasmo,
ha sido por cobardía.

9 / 10 / 11
AZAÑA ORTEGA
(intentando volver... EN MÍ)