lunes, 19 de octubre de 2009

Noche rosada


A manera de Prólogo:
No soy simpatizante del fútbol, por lo menos no del que se exhibe acá que da lástima con equipos como la U y Alianza y Cristal y hasta mi pobre equipo rosado. En verdad, el fútbol me da sueño, prefiero estar tocando guitarra o leyendo o durmiendo o perdiendo el tiempo conversando… o escuchar al padre Oviedo en sus pláticas con Belmont. El fútbol de aquí no solo (me) da sueño, (me) da cólera, sin embargo masoquistamente veo los de la selección peruana, después nada. Ni siquiera miro cuando juega el Boys, equipo de mis amores, salvo si se juega la final como ahora. Y un campeonato no lo gana así no más, hay que celebrarlo, por eso decidí escribir algo que muestre mi alegría; déjenme festejar esa pequeña gloria, déjenme morder de ese elixir que quizá jamás vuelva a probar. ¡Vamos Boys!


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«El 28 de Julio de 1927, un grupo de entusiastas muchachos, cuyas edades fluctuaban entre los 11 y 15 años, concretaron una idea de Gualberto Lizárraga: formar un club. Y se reunieron, desde tempranas horas de la noche del 27, en la casa de Ricardo Arbe, situada en la chalaquísima avenida Sáenz Peña signada con el número 724. A las 0:00 horas del 28, el grupo, integrado en su mayoría por alumnos del colegio San José de los Hermanos Maristas, entonó el Himno Nacional recordando el 106 aniversario de nuestra independencia, y de inmediato empezó la deliberación para formar la primera junta directiva. La presidencia recayó en el joven que lanzó la idea: Gualberto Lizárraga. El nombre del club, decidido por unanimidad, fue Sport Boys Association, y jamás ha sido cambiado desde entonces».



I
Cuando el alma gana una ilusión no es más que la ganancia de la cruel posibilidad del fracaso o del éxito. Sport Boys Association el año pasado descendió a la Segunda División de fútbol, mi ilusión paleolítica de ver a mi equipo dando la vuelta olímpica con la copa en mano, se deshizo, me derrumbó, y si no lloré fue quizá porque tomé el consejo de Montaigne: «parece que el alma, quebrantada y conmovida, se pierde en sí misma si no se le da aplicación. Es preciso en toda ocasión que se proponga un fin y actúe».

Boys es un equipo que no vende ilusiones, las obsequia. Uno las toma, las amolda en su brazo y deja que su corazón juegue con las palpitaciones hasta que los bombos retumben en el estadio con coros y olas y gritos y lágrimas. Ya lo dijo uno de sus futbolistas: «Boys es un equipo que está hecho para sufrir». Es decir, es la resaca de todo lo sufrido; el poeta César Vallejo también sería hincha de este equipo.

No quiero hacer de estas líneas un intento de que quien lo lea se ponga la camiseta rosada, tampoco una alabanza, prédica u oración hacia la Misilera, no quiero beatificar a la institución, ni decir que este equipo es lo mejor que se haya visto, mejor incluso que el Real Madrid. No necesito mentir. Desde que tengo memoria y uso de razón Boys no ha sido campeón, aunque la historia escribe que fue el primer campeón del fútbol peruano y de modo invicto, además campeón seis veces y otras subcampeón en el fútbol nacional y buenas campañas en la Copa Libertadores, asimismo el único que conformó la selección peruana de manera íntegra en los juegos olímpicos de Berlín, etcétera; en estos últimos años, sin embargo, ha sido un equipo de grandes sueños y pocos triunfos, luchador de los primeros puestos, aguerrido ante los próceres del balón, idiotizado ante los chiquitos. Daniel F, también rosado a morir, alguna vez mencionó que su banda Leuzemia es como el Sport Boys, siempre a media tabla. Tal vez pueda decir que Boys era el espejo de mi propia miseria: perseguidor de un propósito a pesar de las adversidades pero de manera desorganizada. Esta y, sobre todo, razones dirigenciales, hizo que el barco deportivo naufrague a la segunda ante la vista de la Fortaleza del Real Felipe, las lágrimas de los chalacos y el dolor de todos en general por ser un equipo querido y con historia. Boys bajaba y tenía que enfrentarse contra el Deportivo Municipal, San Marcos y otros, entre ellos, el Cobresol.

II
Tras una buena campaña en el año, ayer disputaron la final. Siete de la noche. Estadio Miguel Grau, no entraba ni un grito más; el color rosado y negro, los matices supremos del Callao bandereados con el soplo del Pacífico. Los nervios empezaban. Antes de que empiece la disputa por el ascenso, estuve comprando libros en Amazonas. Compré solo dos y un disco de Mario Lanza. En el camino de regreso, pensaba en todo menos en el partido, estaba tan abstraído con los libros comprados y la alegría de tenerlos, que olvidé por un momento que se jugaba la Copa. Cuando supe la hora, creo que más de las siete y media, no pude contener los pasos (olvidé decir que ya había bajado del carro). Ozzy, también partidario del mismo equipo, era el punto de reunión. ¿Cómo estarían jugando, ya habrían anotado, en qué minuto estarían? Lo que me alarmó fue escuchar de varias casas voces difusas de los comentaristas.

Toqué su puerta, lo llamé y salió. Se escuchó de su tele el canto efusivo de un gol. Su rostro no expresaba buenas noticias. «¿Gol de Cobresol?». Para mi alegría, dijo que el Negro Waldir había anotado. Ganábamos 1-0. ¿La alegría empezaba? Boys estaba obligado a ganar, un empate no servía de nada, si empataba, Cobresol campeonaba y ascendía.

«¿Cuánto dura ser feliz?: son segundos nada más»: Cobresol, luego de nueve minutos, anotaba el empate. Con el 1-1 se irían al descanso, la tensión continuaba. No apto para cardiacos.

Segundo tiempo. Un imprudente e iracundo jugador del Boys se hace expulsar tontamente a los ocho minutos, apenas había jugado. A los 25’ Ozzy y yo, inusitadamente, mentaríamos improperios en son de lamento. Cobresol ganaba 2-1, faltaba solo 20’ para que el árbitro diera el pitazo final, Boys tenía un hombre menos, me esperaba lo peor, no podía esperar un año más para ver a mi equipo en primera. Nos apagamos, ya casi sentenciábamos la derrota, yo me veía renegando, como la semana anterior tras la tonta derrota peruana ante los argentinos, veía una noche gris, amarga.

Seis minutos más tarde retornaría la esperanza, Waldir con un zurdazo metía el balón a las redes del equipo moqueguano: 2-2.

El partido moría, pero las ganas de vencer estaban intactas. Cobresol con ese empate tenía asegurada la copa. Sin embargo, Carlos Elías nos tenía una sorpresa a los 39’: ¡Gol!: 3-2.

Podemos llorar por alegría o por pena, pero llorar al fin y al cabo. Cobresol lloró de pena, de impotencia y de rabia. Boys, de alegría: tenía la copa, tuvo los huevos, tiene la gloria. La felicidad vestía color rosa, en su espalda y su pecho el nombre de la institución chalaca ascendía hasta el cielo. Habíamos ganado, Sport Boys campeón, se salía el mar.




AZAÑA ORTEGA