jueves, 17 de marzo de 2022

MI PRIMERA VEZ EN AMAZONAS

    

17 de diciembre de 2015

La primera vez que fui a Amazonas no tenía el cabello largo ni usaba anteojos y, así, con mi cabello corto, lampiño y sin ser todavía miope, fui con Abel y Nelson a buscar el libro que en el colegio Christian Barnard el profe Rodolfo Pacheco (poeta Rudy Colchón) nos había dejado de tarea con su característica sonrisa de payasito Krusti.

             

              Los tres debíamos leer uno diferente: Abel, El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias; Nelson, La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa; y yo, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Los tres nos ayudábamos en nuestras búsquedas. Ninguno encontraba siquiera uno y le echamos la culpa a la saladera y a nuestra mala pesquisa. Era imposible que en Amazonas donde vendían todos los libros del mundo no los halláramos (más tarde sabría que en realidad no estaban todos los libros del mundo, ni del Perú siquiera, aunque sí los básicos para una decente formación, y también una gran cantidad de libros que en vano habían desperdiciado papel, tiempo y dinero).


              Luego de una larga, larguísima y agotada “cacería”, tras bucear en el fondo de otros libros que parecían nadar en una piscina de anonimatos, al principio juntos y luego cada uno por su lado, encontramos nuestras obras en galerías distintas. Yo conseguí mi Cien años de soledad a menos de cinco soles en una edición de segunda mano que juraba era el original de primera porque en Amazonas -inocente yo- no vendían piratas (en esa edad colegial todavía no los diferenciaba). Papá Emilio me había dado treinta y quería ahorrar para comprar mi guitarra eléctrica y quizá para alquilar media de Winning Eleven.

 

              Antes de que diesen las seis tomamos nuestro ómnibus roji-azul-amarillo Santa Clara que pasaba por Abancay y los tres volvimos contentísimos con nuestros hallazgos a las urbanizaciones Tahuantinsuyo y Túpac Amaru. Cuando fuimos a Amazonas habíamos dicho que alquilaríamos media horita de play al volver, yo juraba que los golearía como hijos con goles de nigerianos con nombres que he olvidado, pero cuando volvíamos pasó algo raro, me encontraba con cierta ansiedad y lo único que quería era llegar a casa para leer. Fuimos directos a nuestras casas, ya era tarde, ir a jugar play hubiera significado nuestra liquidación como pandilla en busca de libros y, al menos yo, quería volver a Amazonas todas las veces que pudiese para comprarme todas las obras. 


            En casa hallé a papá en su taller de electricista, llevaba puesto unas de sus características camisas que al parecer eran de una moda pasada para esos años, una verde clara con dos bolsillos en el pecho, representaba tal vez que ya no estaba para las modas actuales. Lo vi muy concentrado revisando uno de los motores de lavadora sobre su enorme mesa de trabajo, no quise desconcentrarlo, me iría de frente, pero hice bulla con una lata que no me di cuenta y él volteó. Me preguntó cómo estaba, le señalé el libro que había comprado y debe ser que me vio sonriendo porque él me contestó con una de esas sonrisas que afloran cuando te sientes feliz por la felicidad del otro. Luego me muestras, me dijo, ahorita estoy con mis manos sucias. Está bien, pa, le dije, y traté de entregarle el vuelto. Es para tu caramelo, me dijo, quédatelo, así que devolví el vuelto a mi bolsillo vacío con una sonrisota agradecido con papá y soñando con volver a Amazonas, aunque después me vendría el dilema de si más bien lo ahorraba para mi imposible guitarra eléctrica. Salí del taller y fui en busca de mi viejita Enriqueta.


              Abel hoy es comunicador y nunca leyó El señor Presidente, salvo las primeras páginas; a pesar de ello, gracias a un resumen encontrado en un libro viejo, dio el examen y el profe Rudy no se dio cuenta y no lo jaló. O se dio cuenta, pero se hizo el hueón para no jalarlo. Nelsón, desde que leyó La ciudad y los perros se computaba el Poeta y escribía poemitas y cartitas por mandado; hoy sin embargo, ya casi está por recibirse de sacerdote. A mí, ya saben, me ha crecido el cabello, la barba, la miopía, el desamor y los poemas, por lo que en un rato volveré a Amazonas, esta vez no a comprar libros —no me alcanza el dinero—, sino a recitar y a dejar algunas de mis enredadas creaciones para los mortales amantes de la buena poesía de Azaña, al menos eso me dice mamá, a quien ese año cuando salí del taller y fui a buscarla la encontré en su cuarto tejiendo. Te leo mientras tejes, le dije, y allí, con mamá risueña y su tejido punto de cruz, dentro de su habitación todavía verde del segundo piso, fue que empecé no solo la novela, sino que continué trazando lo que en un ratito me llevará nuevamente a Amazonas. Al entrar a mi cuarto ya había acabado el primer capítulo y no quería salir de él hasta terminarlo, pero en algún momento escuché que mamá me llamaba para cenar. Cuando bajaba las escaleras a la cocina del primer piso, lo hice convencido de que atrás habían quedado mis ganas de querer sacar 20, yo solo quería ser escritor y, si acaso fuese posible, mejorar el mundo con la poesía.

 

P. D. 1: Si nunca has ido a Amazonas o si hace tiempo no vas, hoy tienes una nueva y plácida excusa.

 

P. D. 2: Gracias, profe y poeta Rudy, por haberme puesto el reto de leer en mi adolescencia Cien años de soledad. Recuerdo haberme confundido con los nombres, recuerdo haber hecho un mapa conceptual con un Faber azul en mi cuaderno Loro para no entreverarlos, recuerdo que aprobé con la máxima nota, recuerdo que me auguraste que tenía todo para ser un buen escritor, no sé si lo dijiste con sinceridad, solo sé que en un rato debo entregarme absolutamente para recitar mis poemas que me han costado dolores tremendos parirlos, vivencias que he debido transformar en palabras. Es difícil transformar el dolor en poesía. Donde estés, un fuerte abrazo, y mándame tus mejores energías que es lo que más necesito por este tiempo. También, por favor, si ves a mi padre Emilio y a mi hermana Elsa, le envías mis saludos, yo aquí ando cuidando bien a mi viejita Enriqueta.

 [Esto último -después de la palabra "tiempo"- terminé borrándolo, porque era muy mío como para publicarlo en Facebook; ahora lo agrego porque aprovecho este blog donde nadie ingresa].

miércoles, 16 de marzo de 2022

RUDY PACHECO, EL PROFESOR POETA

    16 de marzo

    00:23 a. m.
    (Con mi gato K'uychi en mis brazos intento escribir esta madrugada con una sola mano para no despertarlo). 

       Estaba en segundo año de la Universidad San Marcos y necesitaba trabajar: quería enseñar, mejor dicho: desenseñar, dejar las semillas en esas vidas sin sentido de los muchachos para que sean bosque y no árbol. Se me presentaba, sin embargo, el problema de las interrogantes: cómo, dónde, cuándo. Nunca antes había enseñado, salvo a mis sobrinos, por lo que sabía que me encantaba: veía en sus ojos que podía realmente iniciar el cambio universal.

        No recuerdo muy bien cómo fue, pero me veo conversando con mi exprofesor del cole. Lo veía después de mi promoción Ernesto El Che Guevara, ahora un poco más panzón y por supuesto con sus mismos nombres peculiares: Sócrates Platón Aristóteles; los amigos lo llamaban Toti, el profe de Aritmética. Le conté que cursaba el segundo año en la universidad, me felicitó y se alegró por haber ingresado a San Marcos, le agregué que estaba buscando trabajo y que había conseguido uno donde me pagarían una miseria, al ver mi situación me dijo en buena onda que podía instruirme acerca de las cuestiones básicas para enseñar en un cole, así que la próxima que lo vi incluso me creó un CV fake en el que redactó que ya había trabajado en colegios que ni conocía. Ya cuando iba a regresar a casa se me da por preguntar por los profes y, entre ellos, por el de Literatura con la subterránea idea de que me pasara sus observaciones de los poemas y cuentos que escribía, y el profe Toti soltó de un sopapo: "pucha, Rudy murió". 

    Diría que aquí inicia la historia. Pero en realidad aquí termina. Nunca sabemos dónde son los principios y dónde realmente se da el punto final y no el seguido: muchas veces los confundimos. Muchas vidas se marcan a partir de esta confusión: jamás sabemos si escribiremos otra línea, ni siquiera si estamos escribiendo otra. (En este momento K'uychi ha dejado mis brazos y se ha ido a la cocina con Suqu; ahora puedo escribir con las dos manos, costó hacerlo con una). Al terminar el párrafo anterior me di cuenta que aunque pasen los años continúo consternado. Me quedé absorto esa vez cuando Toti lo soltó de golpe, y hoy sigo pensando y sintiendo lo mismo. Después de recordar ese episodio nunca puedo continuar, me inserto en una vieja película que no avanza.

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    Es la 1 y 9 de la madrugada y recién puedo seguir. Cuando alguien se va nunca termina de irse porque [si] nosotros no terminamos de aceptar que se ha ido. Resulta casi imposible razonar que en verdad ya no está, que no se volverá nunca más a establecer puentes con las palabras. Me sigue pasando con mi padre Emilio, mi madre Enriqueta y mi hermana Elsa que ya no se encuentran a mi lado y que sin embargo a veces me despierto con la firme idea de ir a conversar con ellos y es duro cuando de pronto tomo conciencia de que, en efecto, ya no habrá forma de que en todos los años que me falta vivir volvamos a unirnos mediante todo lo que no expresamos o en el bello silencio de un abrazo.

    Me enseñó en mi último colegio, Christian Barnard, en cuarto y quinto de secundaria. Rodolfo Pacheco Yngunza, más conocido por sus colegas como Rudy, y por los alumnos como Payasito Krusty. Hoy recién he sabido la edad con la que llegaba a mi colegio y la edad en que se fue de todas las aulas. Yo juraba que tenía por lo menos 10 más. Cuando saqué la cuenta desde que nació [1969] hasta que falleció [2008] sumé 49. Mi musa estaba a mi costado y le dije que intuitivamente supusimos bien su edad tras verlo en un vídeo que hallamos, pero al contar con mis dedos me percaté que había sumado mal. Mi profe murió a los 39. 

        Se murió como se mueren los poetas: joven y sin que el mundo haya sabido de él. Se murió sin que su obra haya sido reconocida. Se murió y el mundo literario peruano, tan mezquino, egoísta y lleno de argollas que solo mira su propio ombligo, no le ofreció ni un minuto de versos.

        Se murió sin que yo haya podido pasarle algún escrito y sin que se haya enorgullecido de mis poemas como si fueran suyos, no por buenos o malos, sino porque los escribió su alumno, se murió sin que leyera mis cuentos "malditos" con los que su lado oscuro se hubiera sentido digno, se fue sin que debatiéramos sobre algún autor o alguna teoría, se fue sin que hayamos tomado un vaso de café o de pisco, se fue sin haber leído su obra y sin que se lo haya comentado, se fue sin que pudiera hacerle alguna entrevista con su característica camisa o chompa, se fue sin que nos hayamos tomado una foto y compartido un recital. Se fue el primer poeta que conocí en mi vida y que cuando estuvo cerca en el colegio no supe reconocerlo. Se fue y ahora solo me queda escribir estas líneas donde no puedo resucitarlo.


    Ahora K'uychi y Suqu regresan de la cocina y musa, que duerme, se ha movido en la cama verde de dos plazas, quizá por algún sueño que no recordará. La última vez que vi a Rudy Pacheco fue en la Panamericana Norte, cerca de Megaplaza de Independencia, vestía como siempre: camisa clara, pantalón marrón oscuro de tela, zapatos negros empolvados, un reloj. Subía a una casa que al parecer era una academia para ingresar a SenatiLa memoria es terrible y puede sepultarnos momentos importantes. Creo que me preguntó cómo estaba, creo que le dije que confundido porque no estaba seguro qué estudiar, creo que me miró como diciéndome que a mi edad estar confundido formaba parte de la respiración, creo que le pregunté también cómo estaba, creo que me dijo que menos mal trabajando y yo creí que se refería a una obra literaria, pero creo que se refería a que estaba enseñando, creo que estaba apurado, creo que yo también, creo que ni siquiera nos dimos la mano de despedida porque ya estaba por subir o ya iba subiendo. Ninguno de los dos supo que ese sería nuestro último encuentro.

     La Panamericana Norte, sin amor, a esa hora en que el sol caía con furia milenaria, estaba llena de gente a la que nunca recordaría, gente para la que jamás existiría ni yo ni el profe Rudy Colchón, gente que ni siquiera estaba ocupada en sí misma como para dedicar un momento a la poesía de su vida. Nosotros éramos parte de esa gente sin rostro, sin memoria, sin futuro, sin pasado, sin existencia, como tú que ahora en esta noche del mundo lees estos renglones y confías que serás parte de la historia, pero no sabes o no quieres saber, pero te aseguro, que la historia es un filtro complejo y nadie te recordará. 

        Aunque consideres que esto puede ser fatal, es maravilloso: nuestra vida no existe, nuestros actos son invisibles, lo que hagamos o no, no marcará el futuro de nadie, así que vive, camina, sonríe, este no es un mensaje de esperanza, es un mensaje de vida, es decir, de muerte, porque estamos muertos, como el poeta Rudy, como yo que escribo esta madrugada en la que mis gatos juegan, musa y mi guacamayo Loli duermen, y me sé inmortal, porque no existo, porque estos pasos, estos renglones no son mi voz, es el hilo o la cadena que viene de muy atrás, soy la prolongación del olvido de carne y hueso, tú también lo eres, pequeño mortal que lee.

  Moisés AZAÑA Ortega, tu divinidad.

    P. D.: Me gustaría escribir todos los días por este medio, no sé si continúe, ni siquiera sé si publicaré estos renglones, siempre me es difícil colgar algo recién escrito, pero aprovecharé este viejo blog abandonado que nadie lee para desnudar mis huesos. Dejo en el siguiente "post" un texto antiguo que de casualidad he encontrado en Facebook donde menciono al profe inmortal. Perdone, maestro, por estas prosas profanas, pero sé que hubiera estado mínimamente orgulloso de este Dios que escribe.