jueves, 12 de marzo de 2009

El Sobrino III

A los peloteros de San Marcos*


Tan pésimo era su padre jugando fulbito que de lo único que aceptaban que juegue, era de árbitro; al principio se conformó tocando silbatos, buscó encontrarle ese lado positivo que todos buscan cuando están cagados, pero a la hora de la hora, en la cancha ni siquiera el arquero le hacía caso, nadie lo tomaba en serio, su presencia allí era como Lilia Pizarro (¿profesora?, de lógica) en el aula 2-A de la facultad de Letras en San Marcos, como tu amigo cuando estás enamorando a una chica: puro estorbo; entonces la reducida, la enana, la korina** dignidad que aún le subsistía, echó fuego y tomó la decisión de rescatar su orgullo, aquel lado humano que había perdido o que se había dejado arrancar tornaba de nuevo a la vida, y nunca más arbitró. Tuvo que resignarse a llenar butacas en los estadios, ser espectador y traspasar su esperanza juvenil de quedar campeón con el Boys, en Kukín Flores, pues nunca pudo jugar siquiera una pichanga de verdad y si lo hizo, fue de arquero. Por eso todos se asombraron de la ingénita cualidad futbolística de su hijo, es decir: del Sobrino.



Nunca he tenido miedo cuando dormía con Papá, sin embargo, qué pensarías si de pronto en plena silenciosa madrugada, de la nada en tu habitación empiezan a sonar golpes en la pared cada vez más fuertes: ¿Alan García pidiendo ayuda porque una turba lo quieren linchar por embarrar al Perú por segunda vez? ¿Papá Noel en crisis reclamando los regalos que nunca dejó?, ¿un fantasma rogando que le den un bolso para continuar recogiendo sus pasos?, ¿el mismo fantasma inmolándose queriendo morirse de nuevo porque se ha olvidado el camino, pues muchos otros tienen la misma suela?, ¿un ratero desesperado porque no encuentra nada valioso en casa?... Era el Sobrino de apenas año y meses, golpeándose la cabeza (pobre pared), y por esta insólita característica su animoso y excéntrico padre ya lo veía vestido con la camiseta de la selección peruana o del Sport Boys dirigido por Nolberto Solano u otro hincha de este equipo (¿Chalaca González estaría dirigiendo a la selección sub-Purgatorio o tejiendo chompas en el cielo con San Pedro?), siendo el mayor goleador de la historia del fútbol a punta de goles de cabeza.



Con la pelota de trapo que jueguen los azabaches de Alianza L., a él desde muy niño le compraron su pelota, primero una blanca Viniball de plástico con la que jugaba todo el día, empecinadamente hacía las populares dominaditas: diez, veinte, llegaba a cien, doscientos sin ninguna dificultad como una cualidad natural (también jugaba escondidas con pelota, kiwi, matagente, chapadas con pelota...). Luego la de cuero miBalón, también Adidas, sus zapatillas eran marca Tigre (primero fue Súper Reno, pero exigió que no le compren estas, que se rompen rápido, que sus demás amigos utilizan la marca… Excusas), luego usó las Umbro, hoy las Puma , un short negro sin número, y una camiseta rosada en la que llevaba la insignia del primer campeón del fútbol peruano (S.B.A.), y en la espalda la impresión del «10» que era como sombra a su apellido (también Azaña) en el lado superior del número.



Vestido con esta sublime combinación de colores, pero que en él se veía huachafo porque le quedaba grande, salía a jugar con sus amigos, y como era dueño del balón, se sumían a sus reglas: goles de rodilla pa’ bajo, vale aquero-jugador, cinco goles gana, en la vereda no sale, rompe luna paga solo… Colocaban en medio de la pista dos piedras o pedazos de ladrillos que robaban de alguna vecina que estaba construyendo su vivienda: de ladrillo a ladrillo separaban diez pasos o doce, más o menos, dependiendo de cuan grande o pequeño querían que sea el arco, no obstante las marcas de la pista, en su mayoría de veces, servían de travesaños. Allí, en plena Calle Diez, sus habilidades futbolísticas eran un claro reflejo de la crisis que existía —y existe— en el fútbol nacional: velocidad superada por cualquiera de su edad e incluso menores que él, apenas lograba dar dos pasos con la pelota porque rápidamente se la quitaban, ¿goles?, ni siquiera acertó autogoles, mas esto no llenaba de desilusión al excéntrico padre, pues su esperanza estaba puesta no en los goles que realizaría de pie, sino de cabeza. Estas son pichanguita de barrio, se animaba, él está hecho para jugar fútbol en estadios grandes.



Lo matriculó en el Cantolao, semillero de campeones, aquí tenía que demostrar las facultades ingénitas de las que pregonaba, la ascendencia futbolera que había heredado ¿de su padre?, no, del que escribe, de quién más. A mí, modestia aparte, me han solicitado en varios equipos de campeonatos que se realizaba en el Estadio Los Incas hasta los trece o catorce años, he jugado en todos los puestos; después me dediqué a la guitarra, componer canciones que nadie escuchó, coleccionar cedés de música (me creía un melómano), a las distracciones propias de la adolescencia, a leer para hacer hora, escribir poemas propios de un quinceañero poetastro, ilusionado de quinceañeras que miraban a jóvenes fornidos y apuestos, en consecuencia, no se fijaban en esta piltrafa bípeda que jamás les entregó ni un puto verso pues, como escribe José María Arguedas, los sentimentales son grandes valientes o grandes cobardes, y yo era grandemente cobarde o, en otras palabras, un maricón.



En el Cantolao varió un poco las cosas: en el primer partido metió un gol de cabeza, el que la sigue la consigue, todo fue alegría, su padre se convenció e ilusionó de que el futuro sueldo como jugador profesional podría hacerle dejar el trabajo: «merezco unas vacaciones», además su chamba de regidor en la municipalidad puede terminar en un par de años si no es reelecto: nuevas elecciones, nuevos candidatos, nuevas promesas (¿nuevos engaños?), muy probablemente nuevo alcalde y nuevos regidores, entretanto tiene que continuar hurtando, digo, trabajando con tesón por el pueblo, porque la voz del pueblo es la voz de Dios, no obstante, como Dios es mudo (el muy Zángano continúa en su sétimo día de descanso), el pueblo nunca habla, y si habla o grita, no se le escucha.



La segunda contienda también anota un gol, el del empate, pese a jugar pésimo. Se rebelaba cada vez que lo querían cambiar de puesto (insurrecto, siempre quería ser delantero aunque había demostrado que en el arco era más astuto), o cuando lo sacaban de la cancha debido a su pésimo y característico juego de patear la pierna del rival sin ningún remordimiento, inhumanamente, como se dice por acá: era un machetero. Los siguientes encuentros transcurrieron sin ninguna trascendencia, el Sobrino dejó de asistir (no entraba y se iba al Play), los entrenamientos le aburrían profundamente.



Aún hoy su padre no pierde la esperanza de verlo jugar en el balompié profesional; muchas veces el Sobrino sale y en la calle se pone hacer sus dominaditas con la derecha y la izquierda combinadas con algunas cabecitas y rodillitas, en esto es un genio, no cabe duda, pero es lo único que sabe hacer con el balón, para todo lo demás no es un cojo, es un inválido.



*En especial a Marco Antonio Pizarro y a los hermanos José Carlos y Rosell.
**Ex compañera del 2-A de baja estatura a quien estimo mucho.


Moisés Azaña Ortega