domingo, 10 de enero de 2010

Retratos

Había otra razón, no aceptaba la solicitud, además, porque prefería mantener en anonimato los colores y las formas precisas de las que estaba (está) compuesta. Había como que un encanto disímil e inexplicable, una rara fascinación por algo similar a lo metafísico y a lo remoto, una imagen construida a partir de palabras y no de la vanidosa huella de una cámara. Confieso que al mirar sus retratos, en primer lugar me ha parecido que la he visto en algún sitio pero nada exacto, como si haya llegado y con la misma se haya ido. Entonces más que el vestigio o la impresión que pudo quedarme tendría la sensación, la he buscado y ha sido infructuosa, me he sentido mal, sobre todo porque al desaparecer esa supuesta primera sensación donde la veía viva, la ha reemplazado esta nueva donde está quieta, desamparada a la crueldad del momento, muertamente viva, vivamente muerta… Lo sentido no fue lo ideal.

Hubo una donde me ha transmitido temor, no hablo del aspecto físico, sino de cierto gesto inconsciente del instante en que fue tomada, captó un segundo donde los movimientos faciales no fueron de los más sublimes, entonces me he visto transportado a cierto desorden o miedo, no, no es miedo, es otra cosa a la que no encuentro nombre, una textura disuelta en el aire, una partícula que desdeña momentos, alguna señal inconclusa que no logro representar y lo llamo cojudamente miedo. Ha habido otras donde encuentro manchas de tristeza, una tristeza acumulada a pesar de cualquier sonrisa, como si aquella mueca risueña solo serviría de amparo ante la gravedad, como una batalla que a pesar de ganada siempre recuerda a sus caídos, un aspecto taciturno de llorar mucho por trivialidades que se agigantan con el reloj y con los recuerdos (tontamente), había al mismo tiempo un aire de sensibilidad errónea o a lo mejor sensibilidad que no ha sido del todo descubierta o destapada por el latente temor a las heridas. No hay duda de que existe una extraña belleza, pero también un acertijo o laberinto para ingresar a ella, como que si el encanto no estuviese allí en esa quietud inmortal, sino en la oscilación del tiempo o en la imperfección de los días.
AZAÑA ORTEGA