sábado, 13 de marzo de 2010

Yo quería jugar a la alegría

Yo quería jugar a la alegría, a jugar sin dolor, a vivir sin dolor. Quería jugar a que siempre era niño, que tenía mi chica y que nos queríamos. Yo quería jugar, Señor de los Cielos, a que el amor no envejecía, a que mamá y papá duraban para siempre, y que yo, simple humano con lentes, chiquito o mayor, jamás me abandonaría por los balcones con las palabras de pesar.

Pero un día una piedrita me dijo que la vida no ha nacido para jugar, sino para darle oraciones mañana tarde y noche, que los sufrimientos son el único pan que nunca falta, y que acostumbrarnos a ella es de sabios, de hombres eternos que pasan los cielos. Y qué inventar, si no se es sabio, y si en lugar de pasar los cielos, nos quedamos aquí abajo, qué orar si nos quedamos sin boca y sin pensamientos, cómo caminar a la trascendencia celestial sin sacarnos los anteojos. Pues, Señor, a la vida le gusta ser abstracta, insensible, vengativa y humana. No come nuestro pan, ni toma nuestras sopas, pero se lleva a nuestros panaderos, a nuestras cocineras, a nuestros amigos, a nuestros amores y a nosotros mismos. Convierte nuestra vida en eterno camposanto. Lo peor es que nosotros presenciamos las tumbas, colocamos la cruz y regresamos a casa para proseguir con nuestro entierro.

febrero 2010
AZAÑA ORTEGA