martes, 15 de enero de 2013

Diciembre es el mes más infeliz del año. 

No me gusta diciembre. Me pone triste. Sus luces psicodélicas, sus infinitas propagandas de regalos, su estrés colectivo. Siento que hay más carros en las calles y más niños en otra agenda; siento que todo se vuelve más pasajero y más desechable que nunca. Son los días en que faltan páginas para los muertos y ya no hay espacio para más Papanoeles gastando lo que no han gastado en todo el año.

No entiendo cómo todo el mundo se prepara solo para una noche. Y allí se le van los sueños, los recursos y la vida entera. Y algunas veces, sin embargo, esta noche especial, se vuelve la noche más fea o la más desolada de nuestra vida. Y todo se vuelve verde y rojo y las ventanas se llenan de luces intermitentes y hay papanoeles trepados en los balcones y trinos y venados en los jardines y todas las casas quieren ser las más bonitas mientras la bulla y la tensión continúa por dentro. Diciembre da dolor de corazón. Y después del veinticinco, dolor de estómago.

No me gusta diciembre. Para nada. La melancolía en estos días es de carácter panetonezco. Me pongo más sensible. Recuerdo las navidades pasadas, recuerdo mi infancia, recuerdo mis juguetes y la tarde que aprovecharon mi ausencia y mis trece años para desaparecerlos de mi vida (cuando pregunto, se hacen los locos).

No me gusta diciembre porque por alguna extraña razón que prefiero no averiguar mi corazón se vuelve más débil de lo que ya es y puede quebrarse con solo ver a mamá tomando una taza de chocolate. No me gusta diciembre porque siento, una vez más —como todo el mundo—, que el tiempo nos abandona cada vez más rápido y no hago (o no hacemos) nada para revertirlo. No me gusta diciembre porque todo se abre, se cierra o se pierde. Para siempre. Dejamos atrás algo y miramos adelante lo que más tarde volveremos a dejar atrás. No me gusta diciembre, me da náuseas y ganas de llorar. Me recuerda a la chica de los botones, a Niña Blue, a Luna, a madame Irene. De todos modos, el veinticinco, saldré a reventar cuetecillos y prender chispitas mariposas con la pequeña Amalia. Para ella, diciembre, hasta el momento, es uno de los meses más felices del año. Yo le sigo la corriente y juego con ella hasta que todo el mundo cierre sus puertas.



MOISÉS AZAÑA ORTEGA