domingo, 7 de diciembre de 2008

LO QUE NUNCA TE ESCRIBIÓ



Corto 5
Lima, 16 de noviembre de 2008
Sentado frente al computador espera que se instale una frase en su cerebro, unas palabras con la cual empiece a escribirte, no se le ocurre nada durante buen rato, o dicho mejor se le cuadran varias imágenes volátiles, varios hechos, por ejemplo, iniciar contándote sobre la situación en la que está su dormitorio: el escritorio parece una mesa después de la cena de fin de año o, peor, como si el fin del mundo haya empezado por ahí. Se encuentra en su más terrible desdén o más grave todavía: hay un plato blanco de la cena de anoche (de hace varias noches en realidad), un vaso enorme en la que en algún momento existió agua y la cual lamió como gato hasta la última gota, también osan posarse algunos polos, una chalina, libros desordenados, apuntes perdidos, lapiceros de colores inverosímiles, lápices desubicados, todos con un tamaño distinto, una caja de fósforos, un encendedor —como si fumara—, un televisor, un reproductor dvd, películas (Cabeza borradora, La chinouse, Vértigo, Ladrón de bicicleta, La muralla verde, Blanco, Annie Hall…), fólderes, uno encima de otro, hojas apiladas, una lámpara… ufff…

La cabecera de alguna cama que encontró empolvada, descolorida sobre la azotea, funge de librero, esa parte superior parece iluminada, como si fuera el cielo y estaría separada, alejadísima, del muladar que yace en el mismísimo escritorio, más terrenal. El escritorio, por el peso de esta cabecera que funge de librero, se ha inclinado y empieza a partirse en dos.

Arriba posan libros y otras entidades que mantendré en la clandestinidad. Vallejo entreverado en el muladar divisa hacia arriba los libros de Historia, Filosofía, Literatura y otras materias de dudoso mérito; Edith Piaf, también entremezclada, observa el lado donde está la ciudad de los cidís. Es decir, el desorden es el orden que reina (sobre el desorden había escrito él hace un tiempo, duda si enviártelo o no, decide que no); a su pie, el cargador de celular está en forma de un hombre con panza arriba, un tirapapeles en el que no solo echa papeles, podría encontrar cáscaras de frutas hasta preservativos.

Su cama no parece cama, sino el espejo de la ruina humana donde convergen lástimas de locura, las sábanas se mezclan con pantalones, camisas, polos que sacó hace dos noches o dos semanas cuando dudaba con qué se iba a vestir (mejor hubiese salido calato); monedas que cayeron al acostarse, hasta un lapicero, una guitarra, un libro (Epístolas morales a Lucilio de Séneca), un papel donde escribió la noche anterior ideas que ya no recuerda… Es un entrevero nocivo.

En el suelo las parejas de zapatos se miran separadas más por un evento abúlico que por el azar mismo, también adornan el parquet otras monedas que se precipitaron cuando se tiró de bruces a la cama sin ganas siquiera de ponerse alguna ropa destinada para dormir, solo se sacó el pantalón y escuchó que caían el sencillo, caso omiso, tiró el pantalón por donde cayera, cerró los ojos

Una silla en la que ahora está sentado él, esta silla, hay que decirlo, es terriblemente vieja, si resiste solo es por su flacura. Hay otra al lado de la ventana en la que cuelgan un polo, una casaca y encima libros tras libros porque los cuatro libreros que tiene ya no le alcanza, y a su costado, una mesita que carga hojas, revistas, recortes de periódicos, el control remoto del dividí, canutos de hilos blanco, guinda, negro, beige, verde, con los cuales cosió hace unos días el agujero de un pantalón, la naranja que ayer le invitaron en la universidad y que todavía no prueba, la entrañable máquina de escribir que le regaló su viejo, encima de esta un cuaderno, un diccionario, un polo que se sacó al aproximársele el sueño de mierda.

En la ventana: películas, conciertos, ciertos libros que ya no lee ni piensa leer, un vh de un dibujo animado que nunca vio (Pocahontas) porque nunca tuvo un reproductor; por ahí, dentro de una especie de repisa, una pasta de dientes, un cepillo, jabón, desodorante, etc., al frente de la ventana se encuentra la biblioteca más pulcra, linda y desordenada, donde los libros están en relativo orden, aparente, arriba de la biblioteca su ciudad de la música, más de mil discos de seguro, aunque no los tiene contado, simplemente cada vez que caminaba por el simple placer de caminar  (y por qué no tenía dónde diablos ir) y veía cidís y tras escucharlo le simpatizaba, pese a que nunca haya sabido de ellos, melómano hasta el hueso, se compraba; entre ellos están, mejor no enumerarlos, extendería el tiempo.

A la izquierda de la biblioteca, el ropero, que parece intocable, hierático, finge orden, un ropero que utiliza para guardar todo lo que no se pone, lo que sí utiliza en cambio está por todos lados de su cuarto; sobre él hay objetos que ha hecho con herramientas de su padre, atavíos que su madre le ha obsequiado y también regalos que ni sus padres ni sus pasajeras parejas le ha obsequiado. Su habitación es la habitación —como llama su madre— del cachivache.


Piensa decirte todo esto, y más, pero cree que sería muy bochornoso, qué vergüenza, piensa, te vas a enterar de lo desordenado que puede ser sin proponérselo, así que ya inicia a pensar en otra cosa. Aún se mantiene frente al computador, cree que mejor sería escribir en cualquier hoja y luego trasladarlo, cree que no es momento propicio para escribir, cree que naufragaría en el primer renglón, y, aunque llame y exclame e implore a su cabeza no resignarse y le diese las palabras con las que pueda escribir, se ahogaría, es lo que piensa, entonces cierra Word y apaga el CPU. Busca una hoja.

AZAÑA, Moisés