viernes, 26 de octubre de 2012



Hace un momento,
cuando empezaba a escribirte, me has llamado.
Justo le había colocado punto a la primera oración. Por el celular te he dicho que estos días han sido como si estuviera en un pozo:
por momentos una fuerza me ahogaba, una fuerza grande y aparentemente invencible;
por instantes pequeñísimos si dejaba abierto un mínimo de fatiga (herida) me dejaba ahogar;
ha habido instantes que he flotado y algo así como
paz flotaba conmigo;
y otras, las más, he nadado. Y qué cansancio.
Y en ese nadar
nada he conseguido.
O he conseguido poco.


En el pozo he estado a oscuras,
la luz que venía del exterior era endeble y apenas alcanzaba para alumbrar retazos.
Tu llamada —también te lo he dicho— ha sido como si alguien de afuera me haya alcanzado una mano,
una mano que se estiraba conforme fue estirándose la
conversación.
Esta mano me ha permitido respirar, ha permitido que descanse mis brazos ya cansados de nadar hacia ningún lado.
No conforme con ello, me ha sacado del pozo, de la
oscuridad del pozo.
Y de ese mundo amurallado de sombras hemos pasado
a este mar inmenso de luz y sin barreras.


El problema del mar es su inmensidad, su imaginada
infinitud;
lo positivo es su nueva perspectiva, su diferente
punto
de vista.
Al frente ya no tengo murallas, ya no está ese muro de cemento que me acompañaba como un lastre en el pozo,
ahora tengo varios panoramas,
está en mí nadar con una dirección,
y aunque tu mano dejó de estar en algún momento —como también te lo dije—, me dejaste un flotador.
En el pozo era más fácil nadar pero no llegaba a ningún lado, mi perspectiva siempre era la misma;
en el mar nadar es más difícil, pero el riesgo, el peligro, la dificultad tiene su mira: hay la posibilidad de pisar tierra y continuar caminando.  

*Carta enviada a Niña Blue.
AZAÑA ORTEGA