jueves, 26 de marzo de 2009

Ni el perdón del Diablo

Cuando mi hermana empezó a escuchar música cristiana, me contentó porque su febril grito de todas las mañanas con que me sacaba de la cama, menguaba al corear esas letras sin ingenio como «aleluya, gloria aleluya, gloria al Señor» y el mismo tracatrá en toda la alabanza. Mis sueños se hicieron un poco soportables.


No desfiló mucho tiempo para que ella se acostumbre a las mismas e idénticas notas del teclado electrónico y a los chillidos del cantante microbusero, digo, evangélico; entonces la voz femínea dejada de oír y la satisfacción subterránea que llevaba por el milagroso efecto que la letra le produjo, se hicieron mierda. Por triviales razones prorrumpía vocablos a las nueve o diez u once de la madrugada. ¡Dónde está mi llave, quién ha agarrado mi llave! Yo qué sé, dónde la dejas tirada. Un día no hallaba su sostén rojo. Ponte otro pues, pero ella insistente quería salir con el rojo: ¿cábala, superstición, era mágico?, qué tendría ese corpiño. A la sazón, mis mañanas con esa mezcla confusa de Espíritu fuego y poder (título del cedé) y los baladros de Mariella, se volvieron a llenar de infierno: ¡Mamá, han utilizado mi perfume!, «gloria aleluya…», ¡ag, me ha salido un granito!, «…gloria al Señor», ¡quién ha agarrado el sol que dejé en la cómoda!; o cosas así, sin importancia: siempre lo encontraba: amnésica de miércoles.


Tuvo que pasar verano, otoño, invierno, es decir, alrededor de un año, y en primavera sus gritos llegados del dormitorio contiguo, de la noche a la mañana, dejaron de vivir. ¿El enamorado era hechicero y la convirtió en ánfora celestial de paz? Quizá, pero ya había aprendido (entiéndase acostumbrado) a convivir con la gigante voz de mi consanguínea, ya advertía un gusto, un cariño entrañable, familiar, nostálgico. Lo irritante ya no era su voz sino los monocordes «aleluyas» de su radio. Con el tiempo, el ritmo simplón del órgano y el canto chillón, me fueron odiosos —siempre lo fueron—, me producía el intermitente vértigo que sufro desde los 14 años: tenía la sensación que de un momento a otro mi cabeza iba a detonar. Desdeñé increíblemente ese alarido de mendicante al que le han metido un puñete en los huevos, ese aullido insulso, viscoso, hediendo…., y ¿con ganas de joder?, ¿con la intención de complicarme la existencia?, ahora no solo escuchaba su cedé por las mañanas, sino al llegar, cuando caía el sol y la tarde apenas dejaba su rastro muerto en la memoria. Presumo en agradecimiento a Papálindo pues por fin encontró al hombre ideal, al hombre perfecto, a su príncipe azul. ¡Bah! Lo mismo pensó de los anteriores y resultaron siendo príncipes de un azul percudido, tan desteñido que ni el Azul Muñequita podría devolverles el color.


Ir a la universidad me salvó de esta tortura, allí podía refrescarme aunque primero lidié con la música de los buses. No resultó difícil, un día de repente estaba tarareando un tropical estribillo idílico. Hasta me parecieron agradables algunas e incluso las he bailado, ¿y tú no? No mieentas.


Como llegaba a casa a altas horas de la noche, pues me quedaba en la biblioteca o en el patio departiendo con amigos, encontraba las luces apagadas, casi todos dormían y la musiquita horripilante dejó de carcomerme el hígado. Y, al igual que todos los compromisos que van en dirección de seriedad, es decir, al matrimonio (¡qué infortunio!), mi hermana se retiró de casa para iniciar una nueva vida, la de conviviente, ¿escucharía allá también su música?, ¿el novio cansado de la horrible monotonía rítmica rompería la relación? No sé, la vida enseña. Poco a poco olvidé que ese tipo de música (¿se puede llamar música a ese desastre?) existía, hice la idea de que nunca-nunca la había escuchado, fue parte de mis peores pesadillas y punto.


*


Las vacaciones están hechas para descansar, esa es la principal característica: quizá irse de viaje, acampar, hacer lo que más nos guste. Sin embargo, la «realidad» es distinta para cada individuo. Se puede estar en casa, ayudar en la limpieza, hacer las compras, o fungir de gasfitero y arreglar la avería del caño, posiblemente ir a conciertos, a funciones de teatros, al cine, asistir a talleres, tal vez leer sin que nadie incomode (Provecho Sartrecito), quizá ver películas sin que la familia moleste (Buena Búfalo), a lo mejor trabajar (bien, ya te falta poco para tu laptop, Comunicadora), o en el peor, peor de los casos, algún atropello puede malograr todo el plan realizado para el verano.


Sin embargo, es posible, con orden y responsabilidad, lograr las quehaceres dichos; por ejemplo, las tareas en casa las puedo efectuar sin incomodidad y mejor si las hago escuchando The Beatles, The Doors, Janis Joplin, Eric Clapton o Frank Sinatra y Louis Armstrong, tal vez al gran Chacalón y Raúl García Zarate y algunas canciones del Jilguero de Huascarán e Yma Súmac o Carlos Gardel y Edith Piaf, pero qué sucede si el hermano mayor regresa de su viaje (para qué m… regresaste) y también, muy hermano evangélico él, da sus trompadas de «aleluyas» contra las migajas de mi paupérrima y casi desahuciada privacidad. Mis oídos recobran la tirria por esa destrucción melódica, ya no resisten, desconcentra la lectura en mis tardes, no deja siquiera concluir el párrafo iniciado y, para consumar la bilis: el colmo: parte de este texto se ha escrito con el trasfondo de ese inodoro armónico que llega transparente de la habitación del hijo pródigo.


Es un agravio a los cultores y cultivadores de la buena música, esas no son alabanzas, son blasfemias contra Dios y toda la tribu de ángeles. Ante esto he fraguado la idea de que cuando no esté, con el primer cuchillo que encuentre, rayar el cedé en reconocimiento a todo el daño causado. Todopoderoso, Tú que te escondes, si existes, perdónalos porque no saben lo que hacen, perdónalos por todo el suplicio al que, sin la mínima piedad, me someten. Aunque, pensándolo mejor, estos dizque’ músicos cristianos no merecen ni el perdón del Diablo.


Moisés Azaña Ortega

viernes, 20 de marzo de 2009


-en el espejo veo mi cara, 
el gesto no refleja la verdad de lo que siento: 
el rostro puede ocultar penas que el alma no esconde-

Moisés Azaña Ortega

martes, 17 de marzo de 2009

Perdón, Vallejo

El sábado Astrid me preguntó por Julio César Vallejo. «¿Julio César Vallejo?». «Sí —insistió— mi profesora me ha dejado que haga su biografía». Le aclaré que su nombre no es el que me dijo, sino: César Abraham. «Julio César, me ha dicho mi profesora», excusó su error.
Cuando le pregunté sobre el origen de Vallejo no supo qué responderme. Astrid cursa el tercer año de secundaria y sin embargo no conoce al más ilustre poeta del S. XX que ha tenido el Perú y Latinoamérica; no sabía nada de él. Este suceso me llevó a la decisión de ir a la calle para preguntar sobre el escritor peruano que ayer, 16 de marzo, se celebró un año más de su nacimiento ocurrido en 1892. Dentro de las respuestas más catastróficas, ridículas, ilustres y hasta hilarantes fueron las siguientes que he transcrito:
*
—¿César Vallejo?... ¡Ah!, en esa universidad estudia mi sobrino.
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—No me hables de fútbol compadre, suficiente con la selección…
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—¿El Ministro?...
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—Nada brother, yo estudié en Pitágoras.
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—Claro pues hermano, cómo no voy a saber, es un escritor peruano… ¿Va a publicar un nuevo libro?

«Hay, hermanos, muchísimo que hacer». (Poemas humanos. César Vallejo).

Moisés Azaña Ortega

-la indecisión [nos] cojudea-

Moisés Azaña Ortega

jueves, 12 de marzo de 2009

El Sobrino III

A los peloteros de San Marcos*


Tan pésimo era su padre jugando fulbito que de lo único que aceptaban que juegue, era de árbitro; al principio se conformó tocando silbatos, buscó encontrarle ese lado positivo que todos buscan cuando están cagados, pero a la hora de la hora, en la cancha ni siquiera el arquero le hacía caso, nadie lo tomaba en serio, su presencia allí era como Lilia Pizarro (¿profesora?, de lógica) en el aula 2-A de la facultad de Letras en San Marcos, como tu amigo cuando estás enamorando a una chica: puro estorbo; entonces la reducida, la enana, la korina** dignidad que aún le subsistía, echó fuego y tomó la decisión de rescatar su orgullo, aquel lado humano que había perdido o que se había dejado arrancar tornaba de nuevo a la vida, y nunca más arbitró. Tuvo que resignarse a llenar butacas en los estadios, ser espectador y traspasar su esperanza juvenil de quedar campeón con el Boys, en Kukín Flores, pues nunca pudo jugar siquiera una pichanga de verdad y si lo hizo, fue de arquero. Por eso todos se asombraron de la ingénita cualidad futbolística de su hijo, es decir: del Sobrino.



Nunca he tenido miedo cuando dormía con Papá, sin embargo, qué pensarías si de pronto en plena silenciosa madrugada, de la nada en tu habitación empiezan a sonar golpes en la pared cada vez más fuertes: ¿Alan García pidiendo ayuda porque una turba lo quieren linchar por embarrar al Perú por segunda vez? ¿Papá Noel en crisis reclamando los regalos que nunca dejó?, ¿un fantasma rogando que le den un bolso para continuar recogiendo sus pasos?, ¿el mismo fantasma inmolándose queriendo morirse de nuevo porque se ha olvidado el camino, pues muchos otros tienen la misma suela?, ¿un ratero desesperado porque no encuentra nada valioso en casa?... Era el Sobrino de apenas año y meses, golpeándose la cabeza (pobre pared), y por esta insólita característica su animoso y excéntrico padre ya lo veía vestido con la camiseta de la selección peruana o del Sport Boys dirigido por Nolberto Solano u otro hincha de este equipo (¿Chalaca González estaría dirigiendo a la selección sub-Purgatorio o tejiendo chompas en el cielo con San Pedro?), siendo el mayor goleador de la historia del fútbol a punta de goles de cabeza.



Con la pelota de trapo que jueguen los azabaches de Alianza L., a él desde muy niño le compraron su pelota, primero una blanca Viniball de plástico con la que jugaba todo el día, empecinadamente hacía las populares dominaditas: diez, veinte, llegaba a cien, doscientos sin ninguna dificultad como una cualidad natural (también jugaba escondidas con pelota, kiwi, matagente, chapadas con pelota...). Luego la de cuero miBalón, también Adidas, sus zapatillas eran marca Tigre (primero fue Súper Reno, pero exigió que no le compren estas, que se rompen rápido, que sus demás amigos utilizan la marca… Excusas), luego usó las Umbro, hoy las Puma , un short negro sin número, y una camiseta rosada en la que llevaba la insignia del primer campeón del fútbol peruano (S.B.A.), y en la espalda la impresión del «10» que era como sombra a su apellido (también Azaña) en el lado superior del número.



Vestido con esta sublime combinación de colores, pero que en él se veía huachafo porque le quedaba grande, salía a jugar con sus amigos, y como era dueño del balón, se sumían a sus reglas: goles de rodilla pa’ bajo, vale aquero-jugador, cinco goles gana, en la vereda no sale, rompe luna paga solo… Colocaban en medio de la pista dos piedras o pedazos de ladrillos que robaban de alguna vecina que estaba construyendo su vivienda: de ladrillo a ladrillo separaban diez pasos o doce, más o menos, dependiendo de cuan grande o pequeño querían que sea el arco, no obstante las marcas de la pista, en su mayoría de veces, servían de travesaños. Allí, en plena Calle Diez, sus habilidades futbolísticas eran un claro reflejo de la crisis que existía —y existe— en el fútbol nacional: velocidad superada por cualquiera de su edad e incluso menores que él, apenas lograba dar dos pasos con la pelota porque rápidamente se la quitaban, ¿goles?, ni siquiera acertó autogoles, mas esto no llenaba de desilusión al excéntrico padre, pues su esperanza estaba puesta no en los goles que realizaría de pie, sino de cabeza. Estas son pichanguita de barrio, se animaba, él está hecho para jugar fútbol en estadios grandes.



Lo matriculó en el Cantolao, semillero de campeones, aquí tenía que demostrar las facultades ingénitas de las que pregonaba, la ascendencia futbolera que había heredado ¿de su padre?, no, del que escribe, de quién más. A mí, modestia aparte, me han solicitado en varios equipos de campeonatos que se realizaba en el Estadio Los Incas hasta los trece o catorce años, he jugado en todos los puestos; después me dediqué a la guitarra, componer canciones que nadie escuchó, coleccionar cedés de música (me creía un melómano), a las distracciones propias de la adolescencia, a leer para hacer hora, escribir poemas propios de un quinceañero poetastro, ilusionado de quinceañeras que miraban a jóvenes fornidos y apuestos, en consecuencia, no se fijaban en esta piltrafa bípeda que jamás les entregó ni un puto verso pues, como escribe José María Arguedas, los sentimentales son grandes valientes o grandes cobardes, y yo era grandemente cobarde o, en otras palabras, un maricón.



En el Cantolao varió un poco las cosas: en el primer partido metió un gol de cabeza, el que la sigue la consigue, todo fue alegría, su padre se convenció e ilusionó de que el futuro sueldo como jugador profesional podría hacerle dejar el trabajo: «merezco unas vacaciones», además su chamba de regidor en la municipalidad puede terminar en un par de años si no es reelecto: nuevas elecciones, nuevos candidatos, nuevas promesas (¿nuevos engaños?), muy probablemente nuevo alcalde y nuevos regidores, entretanto tiene que continuar hurtando, digo, trabajando con tesón por el pueblo, porque la voz del pueblo es la voz de Dios, no obstante, como Dios es mudo (el muy Zángano continúa en su sétimo día de descanso), el pueblo nunca habla, y si habla o grita, no se le escucha.



La segunda contienda también anota un gol, el del empate, pese a jugar pésimo. Se rebelaba cada vez que lo querían cambiar de puesto (insurrecto, siempre quería ser delantero aunque había demostrado que en el arco era más astuto), o cuando lo sacaban de la cancha debido a su pésimo y característico juego de patear la pierna del rival sin ningún remordimiento, inhumanamente, como se dice por acá: era un machetero. Los siguientes encuentros transcurrieron sin ninguna trascendencia, el Sobrino dejó de asistir (no entraba y se iba al Play), los entrenamientos le aburrían profundamente.



Aún hoy su padre no pierde la esperanza de verlo jugar en el balompié profesional; muchas veces el Sobrino sale y en la calle se pone hacer sus dominaditas con la derecha y la izquierda combinadas con algunas cabecitas y rodillitas, en esto es un genio, no cabe duda, pero es lo único que sabe hacer con el balón, para todo lo demás no es un cojo, es un inválido.



*En especial a Marco Antonio Pizarro y a los hermanos José Carlos y Rosell.
**Ex compañera del 2-A de baja estatura a quien estimo mucho.


Moisés Azaña Ortega

martes, 10 de marzo de 2009

jueves, 5 de marzo de 2009

El Sobrino II

«Quién te ha dado plata para que te compres helado. Estás mal y comiendo esa cosa, después de dónde voy a sacar para comprarte la medicina», pero no era helado, era jabón. Ustedes pueden ver, su plato favorito no era el arroz con pollo como a la mayoría de limeños sino el jabón Bolívar, acaso creía que con ello su espíritu se blanqueaba, despercudía las manchas inocentes que sin saber tenía. Los comerciales aún no habían preñado en él esas ideas fantásticas que después de lavada la ropa se vuelven más nuevas, si fuera así mis polos y pantalones no se verían tan percudidos y —¿qué vergüenza?— andrajosos.

Para que no alcanzara a degustar del jabón tuvieron que colocarlo arriba de la vitrina, supuesto lugar imposible para el Sobrino, pero la solución estaba al alcance de su mano: una silla, sin embargo no sabía que allí lo habían escondido, entonces —millonario que de noche a la mañana es pobre y su desayuno se convierte apenas en agua cruda y pan con bromato— se conformó con saborear cualquier jabón; primera víctima: el jabón de Papá, su preciado Heno de Pravia se desintegró a mordiscos y arañazos y Papá se fue al trabajo sin bañarse, no había de otra, Viejo, tú no querías utilizar jabón de nadie y a esa hora las tiendas se mantenían hieráticas, cerradas a cualquier individuo madrugador: don Azaña cortó un limoncito y se echó en las axilas para disimular el mal olor y salió al trabajo (¿los compañeros laborales se habrán percatado de cierto hedor que en el transcurso del día el limoncito no pudo ocultar?). La segunda víctima: la sobra del jabón Palmolive de Mamá, ese rasguño que apenas servía para lavarse el rostro, pero a Mamá nadie le agarra sus cosas, ¡caracho!, ella tampoco agarra de nadie, respeto guarda respeto… Se armó el escándalo, Mamá ganó, le compraron jabón nuevo.

Lo curioso es que al Sobrino pese a que le llamaban la atención una y otra vez incansablemente, continuaba comiéndose jabones que encontraba en los lugares más recónditos, sitios insospechables, escondites que ni el mejor buscón o investigador encontraría, pero él tenía olfato para rastrear jabones: jabón de cara, de ropa blanca, de colores, de perro (¿existe de perro? Pero a Keisser lo bañan con champú, en fin), jabones con olor a durazno, a pera, a limón, a fresita,… y todo el mercado, jabones sin olor y jabones de dudosa procedencia.

Pero lo más curioso es que no se enfermaba, «te vas a morir peor que perro con sarna si sigues comiendo jabón, vas a ver», pero ni se ha muerto y tampoco se enfermó, su estómago parece diseñado para soportar cualquier tipo de bodrio, es un estómago del futuro, sospecho que los estómagos de acá a unos veinte, cincuenta, cien años o más, serán superiores si seguimos la evolución de las especies que habló Darwin y postulan los neodarwinistas, entonces los sufridos estómagos —que hoy reciben cerveza, vino pintalabios de dos cincuenta, cañazos de luca (un nuevo sol) de la mamá de Potoblanco, rataburguers de la tía Veneno, salchipapas de la esquina por donde pasan millares de micros gritando «toda la Arequipa / al fondo hay asiento, al fondo entran cuatro, apégate pe’ primo / por favor señora apéguese pe’, todos quieren viajar / No señito, aquí no se puede bajar, el paradero es de aquí a cinco cuadras», en almuerzos tu rica gaseosa Kola Real y tu triple o empanada de sol o sol veinte o sol cincuenta o tres noventa (depende donde quieras morir)— se convertirán en gruesas capas de roer… Siguiendo esa lógica, Adrian tiene un estómago adelantado, poderoso contra cualquier insecticida. Ahora aparece, se acerca, ve que escribo, «¿qué escribes, ah!», «la historia de un niño que come jabón», «huevaadas escribes, vamo’ a jugar Play». Lo acompaño al Play, sé que le ganaré en wining level 3 pero él me ganará en el level 15; en el camino pienso que el Sobrino de hoy ya no come jabón, ahora le gusta el jamón, más tarde le gustará otra clase de jamón, la ley de la vida.



Azaña Ortega