domingo, 13 de septiembre de 2009

Otra clase de arte


Para establecer un arte se debe tener una técnica. Arte sin técnica no es arte. Son muchas las que me gustaría aprender y ejercerlas con el mayor entusiasmo adentrándome más allá de lo establecido sin diferenciar categorías de pasión o de placer. Sin embargo, existen artes en los cuales por más que uno quisiera educarse, no se podría. Por ejemplo, yo no conseguiría desarrollar el arte de la culinaria, terminaría saboreando cada sazón, comiéndome todo, engordando hasta llegar al punto de no reconocerme en ningún espejo y colmar mi ropero de vestimentas de talla excesiva.

Pero hoy, a pesar de tantos restaurantes, se puede saber muchos oficios pero si no se sabe cocinar, se está en la prehistoria. Se es un hombre que no respeta su estómago y por tanto su vida. Quien no sabe ni siquiera cuestiones básicas, no debería llevar el apelativo de homo sapiens, debería continuar viviendo en cavernas alimentándose de carne cruda y con la frente en alto llevar el rótulo que le corresponde: homo hábilis.

La tendencia moderna a la desidia causa que la gente, con mayor frecuencia, no prepare de modo tradicional los guisos y sopas, sino que compre sobres de alimento instantáneo, y en segundos, haya un plato humeante que espere ser devorado. Pero ninguna preparación etiquetada reemplazará la mano de un buen cocinero y sus secretos y sus trucos para una mejor sazón, así prepare el apurado y perezoso (aunque suculento) Arroz con huevo. Huevos hay para todos los gustos, se viste de mil maneras: en tortillas, en queques, en papas rellenas, en tamales, en papa a la huancaína y uno de los alimentos preferidos de niños y grandes: el huevo frito. No tengo idea de cuándo utilizaron al huevo por primera vez como alimento. Habrá sido un gran avance, tal vez la derrota a un temor religioso. Si los antiguos hubieran sabido que en este tiempo se le iba a utilizar desmedidamente, estoy seguro de que no habrían dejado ovíparo alguno.

Primero se debe tener una sartén muy limpia sino quiere correrse el riesgo de que el huevo (el anfitrión de la mesa) quede pegado. A la hora de voltearlo para dorar la espalda, se destrozaría y en lugar de huevo frito parecería más un huevo hippie, es decir, incongruente a la estética normal de sus consanguíneos que han caído al mismo destino, una especie de voltereta en manicomio. Aceite, sal, si quieren mejor sabor: Ají no moto.

Se echará aceite a la sartén dependiendo de la cantidad que se querrá freír. Dejar reposar hasta que se escuche un tenue ruido incómodo; en ese instante se extraerá el huevo de la bolsa o estuche y con una mano, la derecha de preferencia, se golpeará en cualquier punta cercana, mejor si es en la cocina misma (tendrá esta doble uso, será el instrumento por excelencia). Para romper el cascarón no será necesaria una fuerza hercúlea, bastarán golpes suaves, muy suaves, evitando en todo momento el escándalo. Una vez rajado, se acercará lo más posible a la sartén y, con las dos manos previamente lavadas, sintiendo la calentura del aceite, se le dividirá en dos teniendo en cuenta que se está abriendo no cualquier objeto anodino, sino la virginidad de un cigoto, la yema y la clara que todavía no han sentido los latidos del mundo. Abrirán sus ojos ansiosas de esa luz que se esconde más allá de su celda, más allá de su caverna rosada.

Si se sigue los pasos, deberá caer con delicadeza y cuidado femenino, en caso contrario el peligro acechará de nuevo: el aceite salpica en cualquier parte, tal vez la mano, quizá el brazo, consecuencias peores: en el rostro. Esta experiencia inocente puede convertirse en el trauma que impediría la realización de un poeta del sartén, la imposibilidad de trascendencia en este campo sería calumniada por tal detalle ínfimo. Consecuencia trágica: las generaciones venideras se privarían la sazón del frustrado artista.

Percibirás cómo ante tus ojos se extiende un mar blanco que rodea a un sol pequeño y embarazado. La materia irá tomando consistencia. Aquí no vale adelantar el tiempo, el proceso continuará lento… Si olvidas echar sal, existe la suerte de poder enmendar la negligencia una vez frito, pero es preferible echarla en la sartén cuando está cogiendo el punto excelso. Con una espumadera se volteará con cuidado. Depende mucho de la especie de huevo que se quiere conseguir. Si es a la inglesa, bastará con que apenas se voltee unos segundos, teniendo cuidado de que la yema no se lastime; para menor complicación, solo se salpicará el aceite. En cambio si se desea bien frito, la yema, ese pequeño sol embarazado, se humillará ante la espumadera llorando su amarillo en el territorio de la sartén. Lo principal para saber si ya está en su punto, en este caso, no es por el deleite que el paladar pueda sentir, sino por la percepción.

En un plato, hondo o tendido, se acostará tímidamente el huevo. La posible combinación con algún potaje quedará en las manos del comensal.

Estas observaciones o consejos evitarán preparar un huevo que en la sartén deje de ser huevo para tornarse en el recuerdo de un huevo, la ceniza del huevo que nadie, ni siquiera el mismo que ha frito, se dignará a comer. Motivo por el cual me he tomado el trabajo de investigar acerca de su elaboración y experimentarlo. Y si algún día no tengo qué comer empacharme a punta de huevos fritos y no de cigotos carbonizados. Aquel día, quizás no sin falta de orgullo, seré el artista que fríe huevo y tiempo después crearé mi universidad donde enseñe a freírlos.

setiembre 09
AZAÑA ORTEGA