Hace un momento,
cuando empezaba a escribirte, me has llamado.
Justo le había colocado
punto a la primera oración. Por el celular te he dicho que estos días han sido
como si estuviera en un pozo:
por momentos una fuerza
me ahogaba, una fuerza grande y aparentemente invencible;
por instantes
pequeñísimos si dejaba abierto un mínimo de fatiga (herida) me dejaba ahogar;
ha habido instantes que he flotado y algo así
como
paz flotaba conmigo;
y otras, las más, he nadado. Y qué cansancio.
Y en ese nadar
nada he conseguido.
O he conseguido poco.
En el pozo he estado a oscuras,
la luz que venía del
exterior era endeble y apenas alcanzaba para alumbrar retazos.
Tu llamada —también te
lo he dicho— ha sido como si alguien de afuera me haya alcanzado una mano,
una mano que se estiraba conforme fue
estirándose la
conversación.
Esta mano me ha
permitido respirar, ha permitido que descanse mis brazos ya cansados de nadar
hacia ningún lado.
No conforme con ello, me ha sacado del pozo, de
la
oscuridad del pozo.
Y de ese mundo amurallado de sombras hemos
pasado
a este mar
inmenso de luz y sin barreras.
El problema del mar es su inmensidad, su
imaginada
infinitud;
lo positivo es su nueva perspectiva, su
diferente
punto
de vista.
Al frente ya no tengo
murallas, ya no está ese muro de cemento que me acompañaba como un lastre en el
pozo,
ahora tengo varios panoramas,
está en mí nadar con una dirección,
y aunque tu
mano dejó de estar en algún momento —como también te lo dije—, me dejaste un
flotador.
En el pozo era más fácil
nadar pero no llegaba a ningún lado, mi perspectiva siempre era la misma;
en el mar nadar es más
difícil, pero el riesgo, el peligro, la dificultad tiene su mira: hay la
posibilidad de pisar tierra y continuar caminando.
*Carta enviada a Niña Blue.
AZAÑA ORTEGA
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