Debo destripar este sinapismo, hurgar procedimientos, minar los escalones apolillados inservibles para el ascenso (apenas lo tocas: ¡tropezón!, te devuelve un polvazo en los ojos, estás en el llano). Debo dilucidar, no satanizar esas parábolas difusas que la ciudad planta cada día como un sol en la maceta, engañando a sus esperanzas con una vida eterna detrás de los cerros. Debo tener un orden que me lleve de la mano, no soltarlo aunque helado como el hombre que duerme en el catafalco sienta sus dedos. Debo dejar que mi instinto animal mane y muestre su utilidad, sus primores, los puentes que he dejado de cruzar: ¡despierten pestañas!, ¡miren el éter que se desprende de la tierra, lo de arriba apenas es un sucio espejo! Debo armonizar-me, establecer criterios fijos en los cuales me introduzca y viaje hasta que en el tren expresen el «llegamos». Debo antologar mis jerarquías: el aprendizaje primero; renunciar a las salmodias invernales que repiten indigencias. Debo exprimir los momentos, no imantarme a las malquerencias, dejar esas hinchazones para el martillo y para los atletas. Debo, guitarra de huesos, dejar mi existencia de barro donde nacen zancudos, convertirme en el hombre que se diferencia del mono. No edificar cálculos de sombras irracionales, ni tangentes que no encuentren la hipotenusa en el crepúsculo. Beber la subsistencia, que caiga en la tráquea, envolvernos asimétricos en la gravedad que ningún Newton descubrió. Quizá la falta de ecos, el martillo en conjunto, las disonancias de mis matrices sin medida, mi mamá sin su octavo hijo… puedan devolverme la comodidad de regresar a la tristeza alegre. Quizá en la avenencia orgánica restituya el semblante que en otrora pude desprender. Por ahora, debo encontrar la belleza que el caos me esconde.
Moisés Azaña Ortega