No sé qué escribirte. La verdad —a veces ocurre— no sé qué escribirte. La verdad es una palabra que usan los filósofos, los profes pesados y
los padres a la hora de pedir explicaciones. Me he sentado y esto, digo, este
hecho, es una verdad. Pero una verdad que ya no será verdad cuando tú leas
estos renglones. O, bueno, será una verdad pasada. Una verdad con pasas e
higos. Un cuadro pintado en una tarde de abril mientras no damos un beso. Un
beso que dura hasta hoy y que durará hasta que Dios se canse de ser eterno.
Cuando leas estos renglones estaré de pie o echado o, quién sabe, puede que volando, quizá con coca, mejor con anís. La verdad es que escribir en la cabina nunca es tan bello como escribir en casa. Digo, en mi cuarto; la pantalla caga los ojos y no sé cómo bajarle la iluminación y quien atiende creo que anda concentrado en alguna página treinta. La verdad, escribir nunca es tan bello como escribirte. También es lindo leerte. También es lindo que te engrías engriéndome. Tienes ese privilegio eh. También es bello engreírme engriéndote. La verdad que tus ojos son los míos, los míos son tus ojos, los son tus míos ojos. Así es como hemos llegado a decir que son tus ojos los míos, tus ojos son míos los, sabor a Colgate (nunca a Listerine), a caramelo agriazucarado, digamos, en una palabra, sabor a nosotros y a lo que eso puede significar. Digamos, en otra palabra, sabor a mí en ti a ti en mí. Y, por supuesto, a lo que eso puede significar. Habría además que agregar que a estas alturas del partido los no sé qué escribirte siempre se transforman en un decir que se expresa en principio, en mitad o en fin de una partida que nunca acaba. Y no nos trabagüenleemos, trabagüenleador, que a buen trabagüenleador trabagüenleadora se le entrabagüenlea en el trabalenguas.
Cuando leas estos renglones estaré de pie o echado o, quién sabe, puede que volando, quizá con coca, mejor con anís. La verdad es que escribir en la cabina nunca es tan bello como escribir en casa. Digo, en mi cuarto; la pantalla caga los ojos y no sé cómo bajarle la iluminación y quien atiende creo que anda concentrado en alguna página treinta. La verdad, escribir nunca es tan bello como escribirte. También es lindo leerte. También es lindo que te engrías engriéndome. Tienes ese privilegio eh. También es bello engreírme engriéndote. La verdad que tus ojos son los míos, los míos son tus ojos, los son tus míos ojos. Así es como hemos llegado a decir que son tus ojos los míos, tus ojos son míos los, sabor a Colgate (nunca a Listerine), a caramelo agriazucarado, digamos, en una palabra, sabor a nosotros y a lo que eso puede significar. Digamos, en otra palabra, sabor a mí en ti a ti en mí. Y, por supuesto, a lo que eso puede significar. Habría además que agregar que a estas alturas del partido los no sé qué escribirte siempre se transforman en un decir que se expresa en principio, en mitad o en fin de una partida que nunca acaba. Y no nos trabagüenleemos, trabagüenleador, que a buen trabagüenleador trabagüenleadora se le entrabagüenlea en el trabalenguas.
Contigo los no
sé qué decirte es un silencio con
mil palabras. Es un trabalenguas con ojos egipcios. Es un nosotros. Es yo
escribiéndote escuchando Piaf o cualquier grupo que me guste a ti o
que te guste a mí. Es un yo y es un tú abrazados con dos milímetros de
respiración. Es tú escribiéndome a dos codos y a dos ojos. Es tú leyéndome. Es
yo leyéndote. Somos algo así como infinitos que se pierden en momentos que son
algo así como infinitos. Hay que señalar también, con el perdón del caso, que
este internet es una mierda. Y discúlpame, no más malas palabras en este
jardín. A propósito del jardín, te obsequio una flor, huélela, respírala. Esta
flor que te he obsequiado tiene el color que te gusta. Tú, y tú lo sabes, eres
mi flor en días de desierto. No sé cómo sonó, pero fácil es un Valdelomar en resaca. Intentemos
de nuevo: Tú eres mi flor suicida... No, peor, esto ya es Bécquer creándose una
cuenta de Facebook, es decir, en su peor momento. Tú eres esa flor que pasa por
ser flor en días en que hay todo menos flores. Es demasiado, y eso que no he
tomado palabrol. Tú eres el pétalo
que le falta a la flor para ser flor. Eso sonó muy lluvia. En fin, tú
eres todo eso junto y mucho más que no se ha dicho ni se dirá nunca.
Amor, mejor juguemos. A ver... juguemos a mirar. Sí, a mirar, no a ver. Miras un
árbol con patas de león. Miras un corazón con corazón de durazno. Miras una
bicicleta y yo estoy allí manejando feliz de la vida, te recojo y nos vamos
juntos a ese árbol con patas de león y yo te entrego mi corazón con corazón de
durazno.
Juguemos, te escribo algo con la palabra magnolia, ¿te parece?
Había una vez una magnolia que esperaba todos los días
del verano un pedazo de lluvia. Un invierno por la tarde, perdón, un viernes
por la tarde ya cansada de esperar la lluvia la magnolia se estiró, cara
soñolienta, bonita bonita, y logró salirse de su tierra y viajó a otro
lugar donde su bonitez no se pierda y el verano sea menos feo, digo, más
bonito, y empezó a caminar y a caminar. El camino era camino y además era largo
como todos los caminos que se caminan lento y la magnolia amaba caminar lento y
con la cara arriba y con la cara abajo, dependiendo el sol y las sombras. Los
caminos largos, para la magnolia, siempre le sonaban a algo feo, como a
magnolia muerta o a verano sin lluvia. Caminó de todos modos muchos miles de
kilómetros (más o menos lo que nosotros caminamos un sábado buscando lasagna) y
sin ninguna muestra científica de sudor encontró que el sol estaba por todos
lados. Era un sol metiche, la verdad, casi casi fosforescente. La magnolia,
cansada y triste, decidió enterrarse, perdón, morirse. Y la pobre se murió. Pero
como la muerte era algo fea, la magnolia decidió resucitar. Y fue así que
resucitó y vivita y floreando gritó tenemos magnolia para rato.
La magnolia con el tiempo se dio cuenta que era
alérgica a la tierra y a todo aquello que podría significar olvido. Sabía por
sus lecturas nunca hechas que el polvo podía ser su símbolo preciso. Peor si
tenía la tierra encima. Así que, aburridísima, salió de esa tierra mala y fea,
y se fue, se largó en busca de su romance postergado con la lluvia. No quería saber más de
tierras ni de soles y siguió caminando. Y siguió caminando. A la magnolia el
pie ya le pesaba e iba a tumbarse por debajo de algún ómnibus (bien trágica
ella) hasta que encontró un depósito inmenso de agua. Nosotros, terrícolas con años
de universidad, sabemos que hablamos del mar. La magnolia no lo sabía. Pero la
magnolia quería lluvia y no mar. De todo modos fue corriendo y se mojó todita,
empezó por su cara (o su carita), pero no contenta con eso, metió todos sus
pétalos y su tallo y todotodo. Sabía que el invierno estaba cerca, algo había en el
mar que le decía: la lluvia está cerca. Pero no era necesario que el mar se lo
diga, la magnolia sabía que la lluvia estaba cerca. No tenía que morirse, la
lluvia mojaría su cara para siempre. Salió a tirarse desnuda en la orilla, bien
coqueta ella, y empezó a broncearse. No era justo, pensaba, haber caminado
tanto para no encontrarse con la lluvia, entonces empezó: varias gotas caían en
su cuerpecito, era como una respuesta de lo inexistente. Entonces la magnolia
supo que la vida valía la pena ser morida. Y también vivida, por qué no. Y la
magnolia sonrió como nosotros hemos sonreído en los días más feos y en los días
más magnolios. Porque la magnolia sabe que estar con lluvia o sin lluvia, con sol
o sin sol es lo de menos cuando tú y yo estamos juntos. Porque en realidad, sencillamente, la
vida es menos mierda si estamos juntos, mi magnolia de sal y canto.
octubre 2013
moisés Azaña
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