Corto
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Lima, 16 de noviembre de 2008
Sentado frente al computador espera que se
instale una frase en su cerebro, unas palabras con la cual empiece a
escribirte, no se le ocurre nada durante buen rato, o dicho mejor se le cuadran
varias imágenes volátiles, varios hechos, por ejemplo, iniciar contándote sobre
la situación en la que está su dormitorio: el escritorio parece una mesa
después de la cena de fin de año o, peor, como si el fin del mundo haya
empezado por ahí. Se encuentra en su más terrible desdén o más grave todavía: hay
un plato blanco de la cena de anoche (de hace varias noches en realidad), un
vaso enorme en la que en algún momento existió agua y la cual lamió como gato hasta
la última gota, también osan posarse algunos polos, una chalina, libros
desordenados, apuntes perdidos, lapiceros de colores inverosímiles, lápices
desubicados, todos con un tamaño distinto, una caja de fósforos, un encendedor
—como si fumara—, un televisor, un reproductor dvd, películas (Cabeza
borradora, La chinouse,
Vértigo, Ladrón de bicicleta, La muralla verde, Blanco, Annie Hall…), fólderes, uno encima de otro, hojas apiladas,
una lámpara… ufff…
La cabecera de alguna cama que encontró
empolvada, descolorida sobre la azotea, funge de librero, esa parte superior
parece iluminada, como si fuera el cielo y estaría separada, alejadísima, del
muladar que yace en el mismísimo escritorio, más terrenal. El escritorio, por
el peso de esta cabecera que funge de librero, se ha inclinado y empieza a
partirse en dos.
Arriba posan libros y otras entidades que
mantendré en la clandestinidad. Vallejo entreverado en el muladar divisa hacia
arriba los libros de Historia, Filosofía, Literatura y otras materias de dudoso
mérito; Edith Piaf, también entremezclada, observa el lado donde está la ciudad
de los cidís. Es decir, el desorden es el orden que reina (sobre el desorden
había escrito él hace un tiempo, duda si enviártelo o no, decide que no); a su
pie, el cargador de celular está en forma de un hombre con panza arriba, un
tirapapeles en el que no solo echa papeles, podría encontrar cáscaras de frutas
hasta preservativos.
Su cama no parece cama, sino el espejo de
la ruina humana donde convergen lástimas de locura, las sábanas se mezclan con
pantalones, camisas, polos que sacó hace dos noches o dos semanas cuando dudaba
con qué se iba a vestir (mejor hubiese salido calato); monedas que cayeron al
acostarse, hasta un lapicero, una guitarra, un libro (Epístolas morales a Lucilio de Séneca), un papel donde escribió la
noche anterior ideas que ya no recuerda… Es un entrevero nocivo.
En el suelo las parejas de zapatos se
miran separadas más por un evento abúlico que por el azar mismo, también
adornan el parquet otras monedas que se precipitaron cuando se tiró de bruces a
la cama sin ganas siquiera de ponerse alguna ropa destinada para dormir, solo
se sacó el pantalón y escuchó que caían el sencillo, caso omiso, tiró el
pantalón por donde cayera, cerró los ojos
Una silla en la que ahora está sentado él,
esta silla, hay que decirlo, es terriblemente vieja, si resiste solo es por su
flacura. Hay otra al lado de la ventana en la que cuelgan un polo, una casaca y
encima libros tras libros porque los cuatro libreros que tiene ya no le
alcanza, y a su costado, una mesita que carga hojas, revistas, recortes de
periódicos, el control remoto del dividí, canutos de hilos blanco, guinda,
negro, beige, verde, con los cuales cosió hace unos días el agujero de un
pantalón, la naranja que ayer le invitaron en la universidad y que todavía no
prueba, la entrañable máquina de escribir que le regaló su viejo, encima de
esta un cuaderno, un diccionario, un polo que se sacó al aproximársele el sueño
de mierda.
En la ventana: películas, conciertos,
ciertos libros que ya no lee ni piensa leer, un vh de un dibujo animado que
nunca vio (Pocahontas) porque nunca
tuvo un reproductor; por ahí, dentro de una especie de repisa, una pasta de
dientes, un cepillo, jabón, desodorante, etc., al frente de la ventana se
encuentra la biblioteca más pulcra, linda y desordenada, donde los libros están
en relativo orden, aparente, arriba de la biblioteca su ciudad de la música, más
de mil discos de seguro, aunque no los tiene contado, simplemente cada vez que
caminaba por el simple placer de caminar (y por qué no tenía dónde diablos ir) y veía
cidís y tras escucharlo le simpatizaba, pese a que nunca haya sabido de ellos,
melómano hasta el hueso, se compraba; entre ellos están, mejor no enumerarlos,
extendería el tiempo.
A la izquierda de la biblioteca, el
ropero, que parece intocable, hierático, finge orden, un ropero que utiliza
para guardar todo lo que no se pone, lo que sí utiliza en cambio está por todos
lados de su cuarto; sobre él hay objetos que ha hecho con herramientas de su
padre, atavíos que su madre le ha obsequiado y también regalos que ni sus
padres ni sus pasajeras parejas le ha obsequiado. Su habitación es la
habitación —como llama su madre— del cachivache.
Piensa decirte todo esto, y más, pero cree
que sería muy bochornoso, qué vergüenza, piensa, te vas a enterar de lo
desordenado que puede ser sin proponérselo, así que ya inicia a pensar en otra
cosa. Aún se mantiene frente al computador, cree que mejor sería escribir en
cualquier hoja y luego trasladarlo, cree que no es momento propicio para
escribir, cree que naufragaría en el primer renglón, y, aunque llame y exclame
e implore a su cabeza no resignarse y le diese las palabras con las que pueda
escribir, se ahogaría, es lo que piensa, entonces cierra Word y apaga el CPU.
Busca una hoja.
AZAÑA, Moisés
4 comentarios:
simplemente genial...
Mel
Cuantas veces me he sentido así...
Gracias por el cuento.
Felizmente cerraste el correo. Decirle todo eso...
A mi gusto, no voy con tanta descripción; anda compite con Homero, brother (jájaja)
Pero es tu tema, y, limpia tu cuarto pues papito, saca los cachivaches.
Existe una naturalidad increíble que desenvuelve el papel de colocar todo en un orden disímil a lo establecido. No sé de dónde nace, pero es ese orden diferente el que ha hecho que nazcan varias hojas en su nombre.
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