

¿Acaso nacimos para matar? ¿Qué se gana con una muerte? Quizá nos preguntemos dónde está Dios, pregunta vana y sin respuesta. Detengámonos un segundo y reflexionemos sobre el conflicto armado, la lucha interna que no acaba y acontece allí donde tú escondes los ojos.





Una lucha tonta la del pueblo contra el pueblo. Esto no es de ayer, es de siempre. Se dice que inició el diecisiete de mayo, pero nadie puede concebir con exactitud el inicio de este dolor —las lágrimas son esclavas de la tristeza—, lo que sabemos es que todavía continúa y continuará en tanto haya injusticia, en tanto el mundo albergue en su pecho ambiciones inútiles a costa de pisotear la vida de los otros, y que en nombres honoríficos y de Dios matan luego de persignarse y dar oraciones. No se cumple 30 años de que haya empezado, esto principió cuando el desconsuelo y la indiferencia, el mayor de los pecados, empezaron a caminar juntos hasta desequilibrar un largo presente que todavía sufre y se agiganta.
Lo peor no es que haya sucedido, lo peor es que aún vivimos creyendo que nunca sucedió. O lo que es lo mismo: indiferentes como si nunca haya sucedido. Seguimos viviendo de espaldas al dolor. Esta realidad en tanto no nos choque es una realidad extraña y de congoja efímera. ¿Qué hubieras sentido si uno de los desaparecidos hubiera sido tu padre, tu hermano o un amigo? Tal vez como ellos todavía conservarías la esperanza de un día verlos regresar.

AZAÑA ORTEGA